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El verdadero rostro de Agustina de Aragón

El verdadero rostro de Agustina de Aragón

El verdadero rostro de Agustina de Aragón

Seguro que muchos de ustedes, como me ocurrió a mi, ignoraban que el monumento a Agustina de Aragón que hay en la plaza del Portillo tenía una pequeña historia detrás, y que el rostro de la heroína no era una idealización, sino un retrato. Pues bien, aquí tienen una foto de Manuela Hernández, la mujer que retrató Benlliure en su escultura. Si quieren saber cómo y por qué, o qué es lo que hacía y pensaba la buena de Manuela, tendrán que leer esta entrevista-reportaje que se publicaba más de veinte años después de que ella posara para el artista:

Estos días últimos se recibió en las redacciones de los periódicos locales una carta. Una carta, por demás pintoresca, que firmaba Manuela Hernández. En la misiva, después de dar las gracias a la prensa por las fotografías que con motivo de festejos taurinos se publicaban de la firmante, rogaba ésta que se hiciese una necesaria aclaración. Protestaba, én una palabra, de que con harta frecuencia se la viniese denominando en letra de molde “señá María” ó “tía María” y se la colgase el calificativo de popular vendedora del Mercado, cuando en realidad ella no tenía otra ni más profesión que la propia de sus labores o faenas de su sexo, según hacía constar claramente todos ios años en el encasillado correspondiente del padrón de las cédulas.
Manuela Hernández protestaba de tal estado de cosas que podían dar lugar, según su leal saber y entender, a torcidas interpretaciones, y terminaba sus renglones solicitando se hiciese constar “urbi et orbi” que su verdadero y real nombre de pila es el de Manuela, su apellido el de Hernández y su profesión la de labores domésticas.
La protesta que se encerraba en aquella carta no podía ser más justificada. Claro que ella equivalía a la confesión de que muchas veces estorba la popularidad. ¿Quién no conoce en Zaragoza o por lo menos no ha oído hablar alguna vez de la seña María, la popular vendedora del Mercado y no menos popular aficionada a los toros? Bueno: pues ahora resulta que no hay tales carneros ni tal María. De toda esta aureola de popularidad que se ha ido formando año tras año sobre esta simpática mujer convecina nuestra, no quedaba después de la carta más que una verdad incontrastable. Su ingénita afición a la clásica fiesta, a la, por antonomasia, fiesta nacional. Y esto se podía y se puede comprobar (y ojalá podamos seguir comprobándolo durante muchos años) con solo asistir cualquier domingo a nuestro circo taurino y fijar la vista en las primeras cuatro gradas del tendido número cuatro.
Para apreciar cómo entre la masa gris de espectadores sobresale con luz propia la figura de una arrogante mujer, ya un poco entrada en años, luciendo las más de las veces un pañolito de los llamados de talle y brillando a los reflejos del sol las crenchas de su pelo negro partido en dos bandas.
¡Y nada -menos!… De Alcañiz, del cogollo del Bajo Aragón es oriunda esta popularísima figura que tantas y tantas tardes de corridas de toros ha absorbido la atención de los espectadores.
Baturra neta y, mejor aún, baturra de temple. Una baturra toda hidalguía y corazón, radicada en Zaragoza, por circunstancias de la vida, hace ya más de treinta años. Y que, de clase humilde, ha sabido, a, fuerza de trabajos, elevar su condición social y convertirse en una señora propietaria. Así como suena, propietaria, con dos casas nada menos en
nuestra ciudad y dos hijos con carrera. Ya es mérito este tesón aragonés de transformar su vida humilde de criada o de mandadera, que para el caso es lo mismo, en un porvenir asegurado a base de una existencia tranquila, libre de preocupaciones y cuidados -los hijos ya criados y con sus medios de vida positivos-, y lo que es mejor, libre de quebraderos económicos. No es vulgar, no, el caso de esta señora Manuela Hernández, que para mayor satisfacción de su vivir honrado, tiene el mérito singular de haber quedado, por obra de un genial artista, convertida en figura de heroína. De pasar a la posteridad en el bronce de una de las estatuas más sugestivas y evocadoras que adornan las plazas de Zaragoza.
En ser “per in séculum” esa Agustina de Aragón que se yergue altiva frente a la histórica iglesia del Portillo. ¡De Alcañiz tenía que ser! Lo más clásico en el clasicismo de lo baturro…
Manuela Hernández, en unión de su marido el señor Mariano, un hombre cachazudo y formal, labrador de pura cepa, cayó en Zaragoza allá por los años de mil ochocientos noventa. Constituían un matrimonio simpático y formal que, decididos a cambiar el ambiente del pueblo por el de ciudad, vinieron a la nuestra para ejercer un cargo todo paz y sosiego dentro del trajín urbano. Para ponerse al frente de la hermosa huerta que la Comunidad de Monjas Dominicas de Santa Inés poseía en los terrenos del convento. Ydecimos poseía porque hoy de aquella frondosa huerta solo queda un remedo. Un buen trozo de tierra que todavía sigue cuidando el señor Mariano con el mismocariño y amor  de los primeros tiempos. Todo el resto de aquella vegetación está ya convertida en edificaciones.
Mientras el marido cuidaba la huerta, la mujer, la señora Manuela, ejercía la profesión de confianza entre las religiosas. El cargo de mandadera del convento, que desempeñaba con sin igual ejemplaridad. Y esta vida tranquila y honesta vio transcurrir diecisiete inviernos en la más santa y amorosa paz de Dios. Vinieron hijos. Hasta siete frutos de bendición, y hubo que pensar entonces en buscar el refugio de la familia en otra casa más ancha y espaciosa que la humilde vivienda cedida por las monjillas al matrimonio, que a fuerza de economías, había sabido ya reunir un montoncito pequeño de pesetas, base de una prosperidad futura.
La señora Manuela, con un instinto financiero que ya quisieran para sí muchos comerciantes, adquirió un pequeño solar contiguo al convento. Y sobre aquel terreno, con una constancia ejemplar, fue edificando su morada.
-Mire usted -nos dice al contarnos su historia-. La casita la debo, más que a nadie, a los hermanos Aísa. Ellos me ayudaron muchísimo. A no ser por el interés que pusieron, no
hubiera yo podido salir adelante. Y la señora Manuela gira la vista en redor, como acariciando aquellas paredes de su habitación que ella, sin medios de fortuna, tan solo con su
trabajo, supo edificarse. 
-Después -continúa explicándonos- tuve ya mucha suerte. Vinieron los años de la guerra, y cuando la escasez de carbón me dediqué a “hacer leña”.
-¿A hacer leña?…
-Sí… A comprar leña para venderla luego por vagones. Por este medio conseguí ganar unos tres mil duros.
-¡No está mal!
-Y como mi marido seguía trabajando de hortelano, o sea, que teníamos la comida asegurada, ese dinero lo invertí en hacerme otra casica.
-¿Otra finca?
-Otra, sí señor. En la avenida de Madrid.
-¿De modo que es usted propietaria?
-¡Mis sudores me ha costado, no vaya usted a creer!… Porque aquí, donde usted me ve, no sé lo que es estarme quieta. Yo he trajinado en todo. He vendido quesos por las casas
y por las tiendas. He trapicheado comerciando en lo que he podido. He ido al lavadero con mis buenas canastas de ropa… ¡y aun sigo yendo!
-¡Buena trabajadora es usted!
-Y qué remedio… Así hemos podido sacar los hijos adelante. De los siete me quedan solo tres. El mayor, veterinario, establecido en un pueblecito de Navarra. El segundo, que está terminando la carrera de Medicina, y el tercero que es dependiente de comercio.
-Pero, bueno… ¿y vendedora del Mercado, no ha sido usted?
-¡Qué he de serlo!… ¡En mi vida! Por eso me fastidia que me digan verdulera, y no es que me parezca mal serio. Pero es que no es así. Yo lo único que he hecho es vender verduras y frutas para algún puesto del Mercado, cuando aquella huelga que hubo de torreras… Pero nada más… Ojalá hubiera tenido yo un puesto fijo de venta…
-¿Por qué, señora Manuela?
-Porque me hubiera hecho rica. Usted no sabe la mucha gente que me pregunta: “¿Dónde vende usted, para ir a comprarle?”
-Efectivamente, esa popularidad le hubiera a usted servido de mucho.
-¡Ya lo creo!… Pero, que conste, que no soy verdulera.
-Bueno señora Manuela, así se hará constar.
-¿Y cómo fue lo de servir de modelo para la estatua de Agustina de Aragón? -la decimos.
-Ah, pues muy sencillo, verá usted. Yo iba de visita mudaos días a casa de un beneficiado de San Pablo, mosén Lorenzo Abizanda. ¡Ya murió el pobre! Pues una tarde estaba allí también el cantor de la misma iglesia, don Ramón Jiménez. Este aún vive y se lo puede a usted contar…
-¿Y qué sucedió?
-Pues que don Ramón, al verme, va y dice: “¡Qué mujer más arrogante!… ¡Parece una Agustina de Aragón!…”. Yo no hice caso y me sonreí. Pero a los pocos días me llama mosén Lorenzo y me dice: “Manuela, vas a servir de modelo a un gran artista, para una estatua que van a colocar en la plaza del Portillo”.
-Usted se quedaría asombrada.
-No, señor. No me causó la noticia ningún asombro. Al día siguiente acudí al Hospital vestida de baturra y me presentaron al escultor. ¡Qué simpático! ¿Vive, verdad?…
-Ya lo creo. En Madrid lo tiene usted, señora Manuela…
-Pues si algún día lo ve, déle mis recuerdos.
-Así lo haré con mucho gusto.
-Yo no le he vuelto a ver desde entonces, y hace, hace…
-Pues hace más de veinte años…
-Eso es. Un año antes de la Exposición. Estuve acudiendo al Hospital para dejarme retratar ocho o nueve días.
-Pero, ¿en el Hospital?
-Sí, en una sala de aquéllas. Yo iba vestida de baturra. Pero luego le puso el señor Benlliure a la estatua la ropa de militar.
-¿Y cuánto le dieron a usted por ese trabajo?
-La mitad de lo que pedía. Mosén Lorenzo me dijo: “Pide mil pesetas”. Y así lo hice yo, pero sólo me dieron quinientas. Menos mal que cuando se inauguró la estatua, vino el rey y me felicitó y me regaló cincuenta duros.
-Se quedaría usted contenía.
-¡Ay, señor; mucho!… ¡Verme yo allí tan maja!
-Como que nadie le puede a usted quitar esa gloria de ser nada menos que la contrafigura de una heroína de los Sitios.
-Mire usted… yo no entiendo de eso… Pero cada vez que paso por la plaza del Portillo, miro la estatua y siento una cosa aquí dentro en el corazón, que casi, casi me hace llorar.
-El orgullo de quedar perpetuada su imagen en una figura tan simpática, señora Manuela.
-No sé… Puede que sea eso que usted dice.
Y la señora Manuela se enjuga discretamente una lágrima, que, descarada, se asoma a sus párpados…
Cuando hemos visitado, en su casa de la calle de San Pablo (una casita que alza sus muros junto al convento de Santa Inés) a esta baturra de Alcañiz y zaragozana de adopción, la señora Manuella se halla trajinando por las habitaciones, que aparecen un poco revueltas.
-¿Sabe usted? -nos explica como sincerándose de no recibirnos con todo en orden-. Es que acabo de regresar de Biurrún, un pueblecito al lado de Pamplona, donde he pasado las fiestas de San Fermín… ¿Usted no ha ido este año a las corridas de Pamplona?
-No, señora.
-¡Ni le pene!… Yo, sí. Desde Biurrún, me iba todas las tardes en un autobús a presenciar las corridas. Un cuarto de hora nada más, de viaje, pero bien mal empleado…
-No se divirtieron ustedes, ¿verdad?…
-¡Quite usted, hombre! ¡Ni poco ni mucho!…
-¿Y la alternativa de Torón?…
La señora Manuela, sonríe como dudando si expresarse con demasiada sinceridad. Al fin, habla.
-Mal, muy mal… En cuanto soltó el espadazo y convirtió al toro en guardia…
-Resultó cogido.
-¡Quiá! ¡No, señor! ¡Se dejó coger, que no es lo mismo!…
Reímos los dos de buena gana.
-Villalta, sí -sigue contándonos la señora Manuela-. Yo ya lo había dicho en una confitería de Biurrún, donde nos reuníamos por las noches: el único que cortará orejas este año en Pamplona será Villalta. Y ya ve usted. Acerté.
-¿Y de cuándo data esa afición suya por los toros?
La señora Manuela, al oír esta pregunta, se levanta, abre un armario y deposita sobre la mesa del comedor, ante nuestra vista, un montón de carnets de abono a las temporadas taurinas. Si no contamos mal, unos diecisiete libritos, limpios ya de sus hojas, conservando incólumes las tapas de colorines diversos y el taco de matrices de las entradas.
-Sí que habrá usted visto en tantos años -exclamamos-.
-Figúrese. De todo. Muy bueno y muy malo. Pero cada día menos bueno porque ya no son éstos aquéllos toreros, ni aquellos toros… Ahora, al primer puyazo ya se ha agotado el animal… Hoy no se ven, apenas, corridas.
-De esa afición le vendrá a usted, naturalmente, la amistad con algunos toreros…
-Claro está. Pero no crea que me trato con muchos. Con Zurito, que me brindó una vez un toro, y luego fui testigo de su boda. ¡Es más buen muchacho! También he hablado con los niños de Bienvenida. ¡Qué salaos son! ¡Ah! Y hace años, cuando el pobre todavía toreaba, con Gitanillo de Ricla.
-Pues que le dure a usted mucho la afición.
-¡Ay! Sí, señor, sí… Es un vicio que tengo, aunque cada día se estpa poniendo más caro y más malo. Recuerdo que al principio estuve abonada al tendido siete y me costaba el abono siete duros. Luego, cuando la reforma de la plaza, cuando la numeración de los asientos, me pasé al cuatro, y en el cuatro sigo y seguiré, si Dios quiere. Y sin perder una sola corrida. ¿No ve usted que tengo la plaza tan cerquica?
Y la señora Manuela, a todo esto, con sus cincuenta años lucidos, y ágil como una mozuela de veinte, se levanta de la silla, va y viene por la habitación, limpiando el polvo de un florero, o atenta a los dobleces de una sábana. Trabajadora infatigable siempre… Como si la vecindad con el convento de Santa Inés la recordara sus años de servidumbre, cuando en el palacio arzobispal en las comunidades y en el barrio, la conocían con el simpático remoquete de la “reina de las mandaderas”. Que eso parece ser todavía, una reina de la campechanería y la franqueza. Para no desmentir nunca su origen baturro…

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