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La Edad de Hierro

 

La Edad de Hierro

Segunda Edad de Hierro
Época:
Inicio: Año 500 A. C.
Fin: Año 200 D.C.

Tras la Edad de Bronce se desarrolla la Edad de Hierro caracterizada por el empleo de utensilios y armas de hierro. Si bien en el Próximo Oriente aparecen instrumentos de hierro en el III milenio, no será hasta el siglo XIII a.C. cuando alcance un importante desarrollo en Anatolia , especialmente entre los hititas, quienes tendrán el monopolio de su uso durante un tiempo. Las relaciones comerciales impulsadas por griegos y fenicios motivarán la expansión del hierro hacia Europa donde se desarrollan entre el siglo VI y el III a.C. importantes culturas como la geométrica en Grecia, la villanoviana en Italia o Hallstatt y La Tène en Europa central. El desarrollo a gran escala de la agricultura, de los intercambios y de los poblados serán características destacadas de este momento prehistórico.

 

Europa Mediterránea.Asentamientos
Época: SegundaEdadHierro
Inicio: Año 500 A. C.
Fin: Año 200 D.C.
Antecedente:
Segunda Edad de Hierro
Siguientes:
Base económica
Relaciones distribución-circulación

En el área mediterránea de la Península Ibérica, los análisis sobre el patrón de asentamiento comienzan a ofrecer los primeros resultados y, con ello, significativas diferencias dentro de la geografía de la cultura ibérica. Los estudios sobre el Alto Guadalquivir de A. Ruiz y M. Molinos, han confirmado la existencia, desde mitad del siglo V a.C., de un modelo de asentamiento único que en las fuentes históricas escritas es conocido con el nombre de oppidum, sin que tenga mucho que ver con lo que serán algunos siglos después los oppida celtas. Se trata de asentamientos localizados en alturas entre los 300 y los 800 metros sobre el nivel del mar, en puntos de amplias posibilidades estratégicas por su gran visibilidad y altura relativa y, sobre todo, en el caso de los que ocupan las campiñas de Córdoba y Jaén, por dominar las fértiles tierras de secano de su entorno. Hacia el este y del mismo modo en las altiplanicies de Granada, el modelo se modifica sensiblemente porque los asentamientos, también oppida, se localizan junto a las vegas de los ríos, perdiendo parte de su valor estratégico visual pero ganando en su disposición respecto a las redes de comunicación, así como asegurando su supervivencia económica en el marco de una agricultura de regadío. Presentan los oppida ibéricos patentes fortificaciones con torres y, en la mayor parte de los casos conocidos, se levantan sobre los viejos asentamientos fortificados del siglo VII. Por otra parte, son, en algunas áreas como el Alto Guadalquivir, tal y como se ha señalado, el modelo único de asentamiento, con distancias entre sí de 8 kilómetros de media y tamaños diferentes que se pueden expresar en tres escalas: una superior, entre 10 y 20 hectáreas, otra media, entre las tres y seis, y un tercer nivel, de pequeños núcleos, en torno a la hectárea. No se puede señalar por el momento si existiría otra escala superior en asentamientos como Porcuna o Cástulo, que fueron los grandes centros de la zona, al menos desde el siglo III a.C. y tal vez antes si se siguen las fuentes literarias.
En el área valenciana, en torno al valle del río Turia, se observa otro modelo de asentamiento que podría ser algo más tardío, quizá a partir de mediados del siglo IV o inicios del III a.C. y que articula tres tipos diferentes de asentamiento, como han demostrado J. Bernabeu, C. Mata y H. Bonet. Esta vez a los oppida, que son escasos y se mueven en las escalas media e inferior de las referidas al Alto Guadalquivir (el asentamiento mayor es Lliria, con 10 hectáreas), se añaden pequeños caseríos sin fortificación y atalayas defensivas en los extremos del territorio del oppidum mayor, como es el caso del Puntal del Llops para los centros estratégicos o Castellet de Bernabé para las aldeas agrarias. En el área catalana, a los elementos reconocidos en el caso anterior se le añade la originalidad de presentar campos de silos, como se ha documentado en el Empordá, en las proximidades de la factoría griega de Emporio, o en el Bajo Llobregat. Por lo demás, mantienen el modelo valenciano de un gran oppidum, como se advierte en los casos de Ullastret o Burriac. El modelo citado, excepcionalmente en algunas áreas como la costa de Garraf, no muestra restos de fortificación en los asentamientos.
En el entorno de Marsella, un complejo de núcleos de altura fortificados como Entremont o Saint-Blaise dan idea de un modelo nuclearizado que recuerda el recogido en el Alto Guadalquivir. No obstante, tienen unas características específicas y distintas a las recogidas en aquel caso y, sobre todo, falta información sobre el territorio. Más significativo es, en la bibliografía, el debate en torno al problema de influencia griega sobre el hábitat indígena, dada la proximidad de Massalia. Para autores como Treziny, apenas se puede observar helenización antes de los inicios del siglo II a.C., en el que hacen su aparición los planos hipodámicos en Entremont o I'Ille-de-Martigues o las fortificaciones como en el primero de los dos asentamientos citados o en Saint-Blaise. Durante el periodo anterior, tanto la construcción de las fortificaciones en piedra, con torreones circulares, como el trazado filiforme de los poblados sólo mostrarían el peso de la tradición indígena. En contra de esta opinión se barajan cuestiones como la construcción, desde el siglo VI y de forma generalizada en el V a.C., de casas con zócalo de piedra y adobe o la impronta que a través del Ródano se va dejando notar hacia el interior de Europa del efecto focense massaliota.
En la península italiana también se conocen algunas referencias sobre el patrón de asentamiento, al margen del caso romano, ya un modelo clásico al que no se hará referencia aquí. En general, el desarrollo del siglo V a.C. muestra una serie de cambios importantes; así, en la Lucania desaparecen algunos núcleos, Ruvo del Monte o Ripacandida, en tanto otros, como Serra de Vaglio, sufren una importante transformación; en general, en esta área interior lucana del sur de la península, en Basilicata, se advierte un cambio en la estructura del paisaje sustituyéndose las antiguas aldeas por un sistema disperso que se hace patente en el segundo cuarto del siglo IV, si bien paralelamente se reafirma el sistema de núcleos fuertemente fortificados, unas veces ocupados, caso de Serra de Vaglio, y otras veces como simples recintos defensivos en los que concentrarse la población dispersa en situaciones críticas. Este último modelo que la investigación italiana conoce con el nombre de patrón de asentamiento pagano-vicánico o aldeano, ha sido muy bien estudiado en el área samnítica y sabina, que alcanza la vertiente adriática; se trata de una población dispersa que se organiza en factorías y se asocia a un gran recinto (oppidum) en el que son raros o inexistentes los edificios y es frecuente, también en la zona, la existencia de algún santuario local para las ferias periódicas. En la vertiente tirrénica y en el interior de la Campania, de nuevo en territorio lucano, se documenta asimismo el sistema de oppida fortificados asociados a un poblamiento disperso, es el caso de Roccagloriosa, que se muestra como un gran centro indígena desde el siglo V a.C.; sin embargo, aquí el proceso sigue una vía muy diferente al que se observa en el interior del territorio lucano, ya que la población en la segunda mitad del siglo IV salta la estructura fortificada disponiendo las estructuras de habitación de una forma muy regular, lo que se observa también en otros casos de la zona como Grumentum. Quizá en ello influya la expansión militar que en un momento dado había producido la toma de la colonia griega de Paestum por los lucanos.
Hacia el norte, la presencia céltica se hace cada vez más evidente con sus sistemas de oppida y aldeas, como se documenta en el oppidum de Monte Bibele, una pequeña aldea de pocas casas que, sin embargo, muestra diferencias significativas en su necrópolis.
En el tema de la planificación interior de los asentamientos para el área ibérica se constatan diversos modelos, que van desde los casos más pequeños con la planimetría de calle central o forma circular con espacio central vacío, muy documentados en el área catalano-levantina e identificados en las atalayas o las aldeas, como el caso de los sitios valencianos ya citados de Puntal dels Llops, Castellet de Bernabé o catalanes como Puig Castellet en Gerona, hasta planos muy complejos con acrópolis definidas por torres, también presentes en el área en el Bajo Ebro en el Coll del Moro. Un nivel con trazados más complejos, con diferentes manzanas y calles de distinto ancho, se documenta en los oppida de mayor tamaño; en Andalucía éste es el caso de Puente Tablas o Tejada la Vieja; en Valencia, de la Bastida o San Miguel de Liria, y en Cataluña, de Ullastret y Burriac.
Respecto a la estructura de las casas ibéricas, se observa una amplia tipología donde el modelo más simple lo constituye los departamentos únicos documentados en las atalayas o aldeas que, en algún caso como Puntal dels Llops, han sido interpretados como espacios insertados en una unidad mayor, el asentamiento, en la que las unidades constructivas se complementan entre sí en las diferentes funciones domésticas. En otros casos, como la recientemente excavada casa de Gaihlan, en el sur de Francia, se ha advertido que la estructura única distribuía después interiormente el espacio en dos salas y utilizaba el exterior para desarrollar gran parte de la actividad cotidiana. En el otro extremo del área ibérica, se conocen unidades mayores como las casas recientemente estudiadas en Puente Tablas, Jaén, con un patio al fondo o a la entrada, semicubierto lateralmente y donde se dispone el hogar y la mayor parte de las actividades de consumo, y una estructura cubierta al fondo, a veces a la entrada, compartimentada lateral u horizontalmente, en algún caso hasta en tres estancias. Los modelos más complejos disponen una segunda planta sobre la parte cubierta y pueden llegar a añadir un cuerpo lateral al patio, también cubierto. En general, las casas oscilan en tamaño entre los 6 y los 170 metros cuadrados de superficie en los edificios domésticos. No obstante y con la salvedad del sur de Francia, donde en algunos poblados persiste la cabaña de materiales perecederos hasta fechas muy tardías, todos los edificios presentan zócalos de piedra y construcción de las paredes en tapial o adobe, sin poderse documentar, hasta el momento con anterioridad al siglo III o II a.C., según las zonas, sistemas complejos de servicios urbanos como la canalización del agua o complejos pavimentos en las calles; no así los silos y los aljibes, que están presentes en muchas casas a nivel privado y en las zonas vacías interiores de los oppida.
Más complejo es el problema de los edificios singulares. En el sur de Italia, a partir de la destrucción del palacio de Braida en Serra de Vaglio, en la Basilicata, y la restructuración que sufre el poblado en el siglo V a.C., se levantaron varias casas señoriales o aristocráticas. De igual modo, estas situaciones se producen en la Daunia, con la persistente tradición de seguir enterrando cerca de la casa. En Forentum, en la Daunia interna, se construyeron cinco residencias aristocráticas a fines del siglo V a.C., con planta absolutamente idéntica, caracterizadas por un gran patio precedido por un pórtico decorado con un acroterio que muestra representaciones de caballeros.
En la Península Ibérica, estos signos de isonomía se perfilan en los edificios singulares que se documentan en Campello, Alicante, o, más recientemente, en San Miguel de Lliria en Valencia. El primero, con un almacén frente a él, y el segundo, con un patio con un betilo central, y un pozo con cenizas, y un rico ajuar en su interior. El debate sobre estos edificios está abierto en la actualidad entre los partidarios de considerarlos templos o residencias aristocráticas.

 

Europa templada y septentrional.Asentamientos
Época: SegundaEdadHierro
Inicio: Año 500 A. C.
Fin: Año 200 D.C.
Antecedente:
Segunda Edad de Hierro
Siguientes:
Bases económicas
Sistemas de distribución y circulación

La transición de Hallsttat D a La Tène A, en el siglo V a.C., no se presenta como un proceso de ruptura si se analiza en el marco global de la Europa central, sino como un desplazamiento del eje económico más fuerte de Hallsttat D hacia el norte, conformando así las bases de riqueza de los grupos de Hunsrück-Eifel y Aisne-Marne al oeste y Bohemia al este. Es en esta área, que cubre una franja muy amplia entre la Champagne y la Bohemia, donde se continúa y desarrolla la tradición de los centros fortificados y las últimas tumbas principescas, cuando los centros más importantes de Hallsttat D en su área clásica, como Heuneburg, han sido abandonados; sin embargo, el proceso al tratarlo de una forma particularizada se muestra mucho más complejo: en Befort, Luxemburgo, los resultados de la excavación, en opinión de algún autor como Collis, dan más una imagen de granja fortificada que de gran poblado. Diferente es la situación en Bundenbach en el Palatinado, donde parece existir una aglomeración significativa de población, pero en ningún caso da señales de ser un asentamiento como Heuneburg; es más, la mayor parte de los asentamientos se sitúan en llano y sin defensas, y es en estos últimos donde parece que pudo residir el sector más enriquecido de la sociedad. De todos modos, el paso al siglo IV a.C. en todas las zonas supone una importante caída demográfica, como lo prueba la reducción del número de tumbas en este lugar; también desde el punto de vista del poblamiento, en la zona de Bohemia se constata la desaparición de los poblados de altura y las aldeas se definen como el elemento más característico del patrón de asentamiento. Collis señala que habría que poner en relación esta baja poblacional y estos cambios en el patrón de asentamiento con los movimientos demográficos que se observan al iniciarse el siglo IV, y que las fuentes documentan en el 390 a.C. con el avance céltico en Italia hasta Etruria y la misma Roma.
El proceso se ve muy diferente dos siglos después, cuando se muestra en el territorio el patrón de asentamiento de la llamada civilización de los oppida, que se inicia primero a fines de La Tène C en Checoslovaquia y Alemania central y, algo después, en Francia y el sur de Alemania. Se trata de amplios asentamientos en altura o llano, defendidos por una fortificación a la que no le importa atravesar en su discurrir vallonadas y alturas, como en Zavist en Bohemia y en Mont-Beubray en la Borgoña. Los tamaños varían entre 20 ó 30 hectáreas, aunque una veintena oscila entre 90 y 600 hectáreas y algunos alcanzan las 1.500, como Heidengraben en el Jura. Collis destaca dos aspectos significativos en la valoración del modelo del oppidum.
Una primera cuestión, referida al desarrollo del proceso, indica una tendencia a abandonar los oppidum en llano por oppida de altura, como ocurre en Lebroux y Basilea; posiblemente se justifique este hecho porque se tienda a una concentración de población mayor, como se demuestra en Auvernia, en asentamientos como Mont-Beubray o Gergovia, el primero de 135 hectáreas y el segundo de 150. No obstante, en algún caso el oppidum en llano partió de una antigua aldea y se mantuvo en el mismo lugar; es el caso de Manching, con sus 200 hectáreas junto al río Danubio. En Checoslovaquia, en cambio, como se advierte en los oppida de Stare Hradisko y Stradonice, la construcción fue desde un primer momento en altura.
La segunda cuestión responde a la tipología de los oppida y su distribución espacial, a partir de su estructura de fortificación. Collis destaca dos tipos constructivos diferentes, uno conocido como el muro gálico, que consistía en realizar un entramado interior de la fortificación por un sistema de postes horizontales, que a veces sobresalían al exterior de la fortificación e iban asegurados por espigones de hierro. El muro era de tierra, si bien podía ser revestido al exterior por piedra y en su cara interna presentaba un talud de tierra. El segundo sistema constructivo era el tipo Kelheim y consistía en una pared construida con postes verticales, revestida por piedra al exterior y, como en el caso anterior, reforzada al interior por un terraplén de tierra; para el investigador anglosajón, si bien el modelo de muro gálico pudo estar presente en Alemania, como en Manching, es más característico del área gala, en tanto que el tipo Kelheim es característico de la zona centroeuropea.
El patrón de asentamiento de la civilización de los oppida no se limitaba exclusivamente a las áreas defendidas, aunque a veces como en Zavist, la fortificación más externa encerraba un tipo de asentamiento rural. En oppida como Mont-Beubray o Steinsburg se documentan pequeñas unidades dispuestas en sus proximidades que permiten concluir que el poblamiento de los oppida no era nuclearizado y que siguieron existiendo factorías y aldeas tal y como lo prueban los casos excavados de Steinebach en Baviera o Zaluzi en Checoslovaquia. El hecho lo destaca el propio César, cuando señala que entre los helvecios había 12 oppida, 400 vici, que deben interpretarse como aldeas y un número indeterminado de factorías, que define como edificios privados. Ello no excluye que en este marco los oppida se presenten como los centros que congregan las mayores concentraciones de población; de hecho, las estimaciones demográficas superan todos los cálculos realizados para las fases anteriores; así, a Manching se le calcula 1.700 habitantes, y a Zavist 3.400. Para Wells, con una posición más cauta, la mayor parte de los oppida oscilaron entre 1.000 y 2.000 habitantes.
En lo que respecta a la estructura interna de los oppida, uno de los casos mejor estudiados es Manching; a través de su investigación se sabe que la ordenación interna del asentamiento fue planificada de antemano, con calles de más de 10 metros de ancho, bordeadas por edificios rectangulares construidos en madera. Dentro del asentamiento se documentan áreas especializadas, separadas por empalizadas, como los grandes edificios interpretados como graneros o como posible barrio de artesanos y metalúrgicos, y áreas que se han interpretado para pasto del ganado, ya que la zona densamente ocupada con trazado de calles ocupa sólo 80 hectáreas. Este modelo de asentamiento, que tuvo incluso espacios para la acuñación de moneda, muestra el desarrollo de obras de carácter público como las calles empedradas de Hrazany en Bohemia, con edificios rectangulares que, a diferencia de Manching, son construidos con zócalo de piedra. Sin embargo, en ningún caso se documentan casas que se pueden interpretar como residencias aristocráticas o centros públicos, aunque son mencionados por César; no obstante, Collis resalta que algunos grandes edificios cercados, como los documentados en Villeneuve-Saint-Germain o el propio Manching, pudieron ser residencias de un grupo social dominante. Las casas son las que en algún momento hemos destacado por su función artesanal.
Algunas áreas europeas incluidas dentro del área celta ofrecieron, sin embargo, modelos diferentes de poblamiento, como se ha observado para el norte de Italia y ahora se valora en las islas Británicas y en el área atlántica de la Península Ibérica. En el primer caso, está muy presente la tradición agropecuaria ya señalada en el periodo anterior y que primaba a lo largo de la Edad del Hierro el papel de la granja, es decir, de las unidades aisladas sobre el resto de los modelos de poblamiento; en todo caso, se puede apreciar con el correr del tiempo una cierta diferencia de tamaño entre los casos más antiguos, que partirían de los siglos VII y VI a.C., como Little Woodbury y los más modernos, caso de Gussane All Saints. En el siglo I a.C., como ocurre en Europa, se produce la concentración pero aquí se hace de dos modos: en el sur, a partir del desarrollo y engrandecimiento de los antiguos "hill-forts": Maiden Castle o Danebury; que ahora aparecen con varias líneas de defensa para la guarda del ganado, aunque el hecho coincide con la reordenación interior del asentamiento, si bien manteniendo siempre la tradición de la casa de planta circular. En todo caso y como señala Cunliffe, la población nunca superó los 350 habitantes. En la nueva situación debió jugar un gran papel el puerto de Hengistbury Head, que fue un asentamiento de la
primera Edad del Hierro, muy reforzado en su papel comercial a partir de fines del siglo II a.C. Por el contrario, hacia el este y el sudeste, se abandonan los antiguos "hill-forts" y ya en el siglo II a.C. aparecen poblados defendidos por terraplenes, como Colchester, y localizados en los puntos estratégicos de las vías de comunicación definidas por los ríos y sus desembocaduras.
En
la Península Ibérica, hay una gran diferencia entre las unidades de poblamiento próximas al área ibérica, en La Mancha o Aragón, que tarde o temprano asumen ciertas tradiciones ibéricas y que producen grandes asentamientos como los casos de Complutum en Alcalá de Henares o Toletium entre los carpetanos y Bílbilis o Contrebia entre los celtiberos, con una significativa jerarquía territorial, y el noroeste, donde destacan el grupo de asentamientos vacceos, caracterizado por grandes núcleos muy distanciados entre sí, o Galicia y Asturias, con el mundo de los castros caracterizados por situarse en posiciones de altura, con fortificaciones, a veces dobles, y con casas de planta circular sin orden aparente en su distribución interna.
En la Europa septentrional, el modelo conocido en la fase anterior continuará con las mismas características de hábitat disperso, ya documentado. Sólo a fines del milenio se observará una tendencia al aumento de tamaño de algunas granjas y se observará la aparición de las primeras fortificaciones.

 

Primera Edad del Hierro (España)

Época: Prehistoria
Inicio: Año 800 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Al final de la Edad del Bronce no se detectan cambios bruscos ni discontinuidad cultural en casi ninguna región, pero tradicionalmente se estableció el límite de la Edad del Hierro en el 750 a. C., coincidiendo con la aparición de dicho metal en alguna de las regiones europeas.
La utilización del hierro no fue repentina ni se produjo en todos los lugares a la vez, puesto que a pesar del perfecto conocimiento técnico alcanzado por los metalurgistas del bronce, el trabajo del nuevo metal implicaba algunas variaciones como la adaptación de los hornos a mayor temperatura, la necesidad de purificar de escorias y, sobre todo, la imposibilidad de colar el metal fundido en moldes de piedra, como el cobre o el bronce, siendo necesario dar la forma a la pieza deseada por martilleo en caliente y luego templarla, enfriándola bruscamente en agua fría para obtener mayor dureza.
El descubrimiento de la tecnología del hierro se atribuye a una tribu armenia de la que enseguida pasó a los hititas, quienes consiguieron afianzar su poder en un amplio territorio debido, entre otras cosas, a su nuevo y más eficaz armamento. A la caída de su Imperio, a finales del segundo milenio antes de la era, el secreto de la reciente técnica se extendió rápidamente, tanto hacia Oriente como hacia Europa, favorecido por la abundancia de minerales de hierro que hay en todas partes y que haría más asequible su producción.
Algunos descubrimientos de los últimos años parecen demostrar la existencia de pequeños objetos de hierro ya en el V milenio en algunos yacimientos del Próximo Oriente, y su presencia más evidente en los siglos X-IX a. C. allí y en algunos lugares de Grecia, sin que ello supusiera su generalización hasta casi un siglo después. En el resto de Europa, tanto continental como mediterránea, su adopción fue posterior y la intensidad de su uso, así como las consecuencias que ello pudo implicar, son diferentes en cada caso.
Es en esta etapa de la Edad del Hierro cuando las diferencias en la evolución cultural de unas regiones y otras se hace más patente, pues mientras Europa continental y occidental, incluida la Península Ibérica, permanecen en la Protohistoria, los territorios del Mediterráneo Oriental habían entrado ya en época histórica, desarrollando altas culturas urbanas. El brillante desarrollo cultural de estos pueblos y su posterior expansión por el Mediterráneo influyeron decisivamente en la transformación de las restantes sociedades europeas, al establecerse nuevas vías de comunicación y redes comerciales de intercambio entre las colonias recién fundadas y los territorios del interior.
En la Península Ibérica se observa con claridad que no se produjo ningún cambio cultural violento entre el período del
Bronce Final y la Primera Edad del Hierro, pues hasta bien entrada esta última fase no se generalizó el uso del nuevo metal y no pareció implicar cambios sociales o económicos inmediatos.
Las influencias llegadas a nuestro territorio a comienzos del primer milenio son las que van configurando la diversidad cultural de las distintas regiones que ahora quedan ya netamente perfiladas y que, como recordaremos, fueron los
Campos de Urnas por los Pirineos, los colonizadores fenicios y griegos por el sur y los influjos atlánticos por la fachada occidental.
Las áreas costeras, debido a sus tradicionales y más directos contactos con el exterior, tuvieron un crecimiento más evolucionado que las áreas del interior y, por ejemplo, en las regiones andaluzas del suroeste se desarrolló la brillante
cultura tartésica dinamizada por las relaciones coloniales y en las costas mediterráneas la posterior cultura ibérica. Las costas de Portugal y Galicia seguían insertas en el círculo atlántico, ahora en decadencia debido sin duda al colapso de las redes de intercambio de metal, y la Cataluña interior, el valle del Ebro y la Meseta continuaban un desarrollo autóctono a partir de los influjos llegados por vía europea.
En este capítulo nos ocuparemos de los territorios interiores y occidentales mientras que las culturas que evolucionaron bajo la influencia directa de los pueblos históricos mediterráneos serán tratadas más adelante.
Los tesoros y depósitos característicos del Bronce Final Atlántico comienzan a desaparecer en este nuevo período, siendo muestra de que algo ha cambiado del contexto social y económico precedente y que algunos autores atribuyen al colapso sufrido en las redes de intercambio del metal que tanta pujanza habían alcanzado. A partir de
la Edad del Hierro se empiezan a detectar, en la mitad sur de los territorios del Occidente peninsular, influencias coloniales llegadas del foco de Cádiz y Huelva debido a la expansión de los pueblos mediterráneos que necesitaban ampliar sus mercados y tanto en Portugal como en Extremadura se habla de un período Orientalizante.
En el cuadrante noroccidental, es decir, en el norte de Portugal, Galicia y parte de Asturias aparecen nuevas características culturales que poco a poco van configurándose hasta llegar a perfilar la denominada
cultura castreña del noroeste, cuyo rasgo más distintivo es precisamente el poblado en altura fortificado o castro, es decir, que se detecta en una auténtica unidad de hábitat coincidente con un marco geográfico y cronológico bastante preciso. Esta cultura hunde sus raíces en el mundo occidental atlántico, aunque a principios de la Edad del Hierro debió recibir influencias llegadas desde la Meseta a finales de la Edad del Bronce pues se han descubierto algunas cerámicas con decoración de boquique, típica de la cultura de Cogotas I; posteriormente, durante la Edad del Hierro es cuando llegarían las controvertidas influencias celtas desde la Meseta, ya que allí habitaban los celtíberos, que eran los pueblos que sin lugar a dudas hablaban una lengua de carácter celta. Se producirían largos procesos locales de aculturación cuyo resultado final sería esta cultura castreña perfectamente definida que alcanzó su auge en las fases tardías de la Edad del Hierro y que llegó incluso a sobrevivir a la dominación romana.
Las áreas peninsulares que recibieron más directamente las influencias llegadas desde Europa continental, sobre todo las más interiores, no alcanzaron la prosperidad y el auge de los territorios meridionales, pero tampoco participaron directamente de las características de la cultura europea del Hallstatt, desarrollada durante la Primera Edad del Hierro. En todos estos lugares continuó un desarrollo cultural propio, a partir de los primeros contactos a comienzos del milenio, en el que se siguió practicando sin excepción el rito funerario de la incineración y el modelo de asentamiento siguió siendo el poblado o agrupación rural que en casi ningún caso sobrepasaba los cien habitantes.
En Cataluña es evidente la continuidad de uso en los poblados y en las necrópolis, sobre todo en las regiones interiores. En cambio, a la zona costera llegaron pronto las influencias coloniales -los griegos fundan
Ampurias en el 550 a. C.- y a partir del siglo VI se puede hablar ya de un horizonte cultural Ibérico Antiguo bien representado en yacimientos como El Coll del Moro, en Gandesa, Tarragona, Ullastret en Gerona o Els Vilars de Arbeca en Lérida.
La llegada de los colonos, primero
fenicios y después griegos, a las costas catalanas hace pensar en que fuera a través de esta vía por la que se introdujera el conocimiento del hierro en la Península, frente a la tradicional interpretación de pensar que el nuevo metal había sido traído por las gentes de los Campos de Urnas.
En el valle del Ebro, durante la etapa de la primera Edad del Hierro se observa una continuidad desde el mundo de los Campos de Urnas en la ocupación de algunos lugares de hábitat, aunque tras la destrucción de la ocupación anterior, caso del poblado de Cortes de Navarra, lo que ha hecho pensar a algunos autores en la llegada de nuevos grupos humanos que desestabilizasen en cierta manera a las gentes ya asentadas. Otros poblados muestran continuismo en el hábitat al seguir estando ocupados la mayoría de ellos -la Loma de los Brunos, Roquizal del Rullo, Cabezo de Monleón- que, como recordaremos, se ubicaban sobre pequeños cerros-o colinas de difícil acceso, caso del Cabezo de Monleón o, en el caso de que la subida fuera practicable, se protegían con murallas, como en Les Escondines Bajas o Tossal Redó, con claro valor estratégico, tanto defensivo como económico.
La disposición interna de los poblados responde al modelo ya conocido en el
Bronce Final de calle central, alineándose a sus lados las viviendas adosadas cuya pared trasera sigue el perímetro del cerro haciéndolo casi inaccesible. Las casas son de planta rectangular con la puerta en el lado más estrecho dando a la calle central y en su interior suelen estar compartimentadas, como en el caso de Cortes de Navarra, donde tienen tres habitaciones diferentes: un pequeño vestíbulo, a continuación la gran habitación central donde se situaba el hogar y, a veces, bancos corridos junto a las paredes y, al fondo, otra habitación más pequeña que hacía recursos y cabe suponer que eso se hiciera con los personajes que tuvieran un cierto prestigio dentro de la comunidad.
Tanto en las sepulturas que utilizan una u otra fórmula es habitual que la incineración esté acompañada de un ajuar compuesto por los objetos que debió utilizar en vida el difunto o por los que representaban algún símbolo después de la muerte; destaca la presencia de armas de variada tipología y de adornos personales como fíbulas, broches de cinturón, placas pectorales, etcétera que constituyen, a su vez, una buena muestra de la perfección que alcanzó la industria metalúrgica en esta época.
La Meseta es uno de los territorios más extensos de la Península, el más interior, alejado de las costas y, por lo tanto, el que recibió con mayor lentitud las influencias culturales llegadas desde el exterior. Durante el Bronce Final ya hemos visto que fue el lugar donde se desarrolló con mayor fuerza la cultura de
Cogotas I, que fue perdiendo vigencia al mismo tiempo que aparecían elementos culturales emparentables con los Campos de Urnas asentados en Cataluña y valle del Ebro desde los primeros siglos del último milenio antes de la era.
El área más oriental de la Meseta -norte de Guadalajara y sur de Soria- y el reborde meridional del valle del Ebro configuran el territorio que tiempo después fue la zona nuclear de la Celtiberia clásica, solar de los celtiberos que fueron los pueblos prerromanos más conocidos en los textos por los enfrentamientos bélicos que mantuvieron con Roma.
La cultura celtibérica, que será tratada con más detenimiento más adelante, se identifica perfectamente en el siglo V a. C. y en su formación es evidente que intervinieron elementos culturales procedentes de la
cultura Ibérica del Levante, pero también está claro que existió una etapa precedente durante la Primera Edad del Hierro, denominada Protoceltibérica, en la que se fueron gestando gran parte de sus principales características.
En estas zonas de la Meseta y del valle del Ebro se detecta claramente un sustrato cultural asentado desde
finales de la Edad del Bronce, en el que están presentes características típicas como el rito funerario de la incineración, modelo de asentamiento de los poblados, en altura y con esquema de calle central, formas de la cerámica a mano y algunos objetos de metal, todos ellos entroncados con los Campos de Urnas precedentes.
La etapa Protoceltibérica está documentada ya en numerosos yacimientos, por ejemplo, en las necrópolis de incineración de Cabezo de Ballesteros y La Umbría, en el sur de la provincia de Zaragoza, en la necrópolis de incineración con estructuras tumulares de Molina de Aragón y los poblados de Fuente Estaca y La Coronilla I, en el norte de la provincia de Guadalajara, o los poblados de Riosalido y Guijosa, en la misma provincia pero cerca ya de su límite con Soria.
En la Meseta más occidental, que fue el territorio originario de la cultura indígena de
Cogotas I, también se detecta la presencia de elementos culturales nuevos, emparentados con el mundo de los Campos de Urnas, desde los últimos momentos de la Edad del Bronce y con más nitidez desde el comienzo de la Primera Edad del Hierro, que dan lugar al horizonte cultural conocido con el nombre de grupo de Soto de Medinilla.
Entre las características culturales de todos estos pueblos meseteños de la Primera Edad del Hierro destacan el rito funerario de la incineración y los asentamientos en cerros medianamente elevados con el esquema urbanístico de calle central, ambos descritos con detenimiento en líneas precedentes, así como cerámicas fabricadas todavía a mano de formas bicónicas suaves.
En cuanto a la actividad económica de estos pueblos, que no pasaron de ser núcleos rurales más o menos grandes, parece que se basaba fundamentalmente en la agricultura, ya que la ubicación de los poblados elige siempre los valles de los ríos donde las tierras aluviales son muy propicias para el cultivo, y en la ganadería, documentada por los análisis de fauna de los distintos yacimientos, sobre todo en aquellos lugares en que los suelos son menos fértiles.
A la tradicional explotación de la cabra y la oveja hay que añadir la de los bóvidos, cuya significación económica -por la cantidad de carne proporcionada por cada individuo- y social debió ser grande ya que en las necrópolis de incineración, como por ejemplo Sigüenza, se han encontrado ofrendas de vacas junto a algunas sepulturas, lo que podría indicar el reconocimiento social que tenía el hecho de poseer uno de estos animales. También debió ir adquiriendo importancia el caballo tanto por su valor económico como por su valor bélico y social, dando testimonio de esto último la presencia de molares en las necrópolis y la abundancia de bocados de caballo entre las piezas de los ajuares de las sepulturas, lo que parece confirmar las posteriores citas de los textos clásicos en los que se señalaba a los celtíberos como consumados jinetes.
Otra actividad peor documentada entre estos pueblos del interior peninsular es la del comercio a larga distancia, que en las regiones continentales europeas tuvo una gran importancia durante la Primera Edad del Hierro al establecerse importantes redes comerciales con las colonias del Mediterráneo (Marsella). Aunque en la Península no se conocen los intercambios tan espectaculares de la Borgoña o el sur de Alemania, están documentados en las necrópolis de incineración, del final de la Primera Edad del Hierro y de época celtibérica, en los que los ajuares más ricos tienen algunas piezas -broches de cinturón de tipo ibérico, urnas de orejetas- que pueden considerarse objetos de importación desde la zona levantina y que seguramente marcaban las diferencias sociales existentes entre su poseedor y el resto de la población allí enterrada.
Este es el panorama cultural que ofrecía la Península Ibérica a comienzos de la II Edad del Hierro, última etapa de la Prehistoria en la que los pueblos indígenas ágrafos entraron de lleno en la órbita de otras culturas superiores, perfectamente urbanas. Los
griegos y los fenicios habían visitado y habían fundado colonias en nuestro territorio varios siglos atrás y en el año 218 a. C. los romanos desembarcaron en Ampurias, a causa del conflicto desencadenado por las guerras púnicas, iniciándose el proceso de la romanización que será tratado con detalle en el próximo volumen.

 

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