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El Asirio

El Asirio

EL ASIRIO y LA ESTRELLA DE SANGRE

Nicholas Guild


“No existe lugar para ti en un futuro que no está escrito y por mucho que te esfuerces nada podrás contra la voluntad del dios.”
 

Crónica de una lectura:

Tiglath Assur, Nodjmanefer, Nabusharusur, Abdimilkutte… Con esa infantería pesada va a ser difícil ganar en campo abierto a esta novela. ¿Y cuántas páginas tiene? Más de quinientas. Complicado lo veo, de entrada. ¿Cómo? ¿Que hay segunda parte? Pero no será tan larga como la primera. ¿Setecientas páginas? Pues si no es una historia de griegos no me dejo embaucar. Bueno, el protagonista es medio jonio, algo es algo; y su mejor amigo es griego del todo. Y el guardaespaldas, macedonio. Eso ya es otra cosa. Pero aun así tengo reparos porque es todo un reto: más de mil doscientas páginas suponen, en mi caso, un par de meses de lectura reposada (y eso con viento a favor). Semanas y semanas con tiglinsures y nodmanofos en la cabeza, acabaré lelo perdido. En fin, leerlo es un riesgo pero no leerlo teniéndolo una insensatez, así que vamos allá.

Novela biográfica a simple vista porque empieza la historia casi a la par que la vida de Tiglath Assur, quien se estrena pluriempleándose como protagonista y narrador de sus propias andanzas. ¿Qué hago, le aplico ya el cliché? Seamos correctos, leamos con mente sana y pureza de espíritu. Sin embargo, recuerda a tantas otras novelas sobre personajes famosos: Ciros, Filipos, Alejandros… Quién le iba a decir a Jenofonte que crearía escuela. Pero ¡y qué!, cliché o no cliché, la novela parece que se aguanta, tiene temple, ritmo e interés. Quizá ya estoy empezando a alelarme.

¿Y quiénes son estos asirios, por qué les gustaban tanto los nombres trabalenguas, existió de verdad el protagonista? No puedo evitarlo, voy a hacer trampas: arramblaré con un manualillo de Historia. Ajá, en la antigua Mesopotamia; ajá, los sumerios y los acadios por delante, los medos y los persas por detrás, y por en medio, paseándose, los hititas, los pueblos del mar, los aqueos, los egipcios, los babilonios… está clarísimo. Imperio antiguo, imperio nuevo; desde no sé qué milenio hasta mitad del siglo VII a.C. Ah, bien: Asiria es como los griegos llamaron al Reino de Assur; ah, bien: un tal Sargón II amplió las fronteras del imperio (Urartu, Egipto, Babilonia); ah, bien: su hijo Sennaquerib bastante tuvo con aplacar las continuas rebeliones en las conquistas de su padre; ah, bien: a Asarhadón, hijo de aquél, le pasó tres cuartos de lo mismo; ah, bien: Assurbanipal, hijo de aquél (este sí me suena, hombre), se las tuvo con su hermano Shamash Shamukin; ah, bien: al morir Assurbanipal el imperio se esfumó. Y la portada del primer libro reproduce una máscara de bronce de aquel Sargón de antes… pero espera, no es el mismo Sargón, es otro muy anterior, de mediados del segundo milenio. Y ni siquiera fue rey de los asirios sino de los acadios. ¡Ay, estos editores de libros, qué poco cuidan los detalles! En fin, el saber no ocupa lugar, pero no hará falta aprenderse todo esto para leer la novela, ¿no? Basta con escuchar lo que dice el niño: “¡Soy Tiglath Assur! ¡Mi padre es Sennaquerib, Señor de la Tierra y Rey de Reyes! ¡No oséis acercaros!”.Vale, no osaré, eso es todo lo que quería saber.

¡Qué gran novela, qué gran historia! ¿Pero no es el tema de siempre: amores y desamores, acuerdos y desacuerdos, aventuras y desventuras, victorias y derrotas? Sí, pero ¡qué bien llevado, cómo atrae, cómo me turba para que siga, y siga, y siga leyendo! ¿De qué trata, en el fondo: de amor, de bondad, de injusticia, de amistades, de odios…? Todo, todo eso. Es una épica historia acerca de la crueldad inherente al destino de un hombre ¡Y qué hombre, qué gran héroe, Tiglath Assur, arquetipo de virtudes, modelo de nobleza, espejo para reyes, ejemplo para soldados! Marcado desde el nacimiento, física (una mancha estrellada de color púrpura en su mano) y moralmente (una bondad de carácter que bordea el panfilismo) por su simtu, su destino, y guiado por susedu, su espíritu protector, Tiglath peregrina por cortes reales y por establos, pues es tan buen turtanu como granjero; por alcobas y campos de batalla (que a menudo son la misma cosa) pues es tan buen amante como rab shaqe; por desiertos y montañas, pues resiste tan bien el calor y la sed como el frío y el hambre. Nada pueden contra él los simples mortales, los hombres; en cambio las mujeres (que también son mortales pero no son simples) le trajinan a placer, dejándole creer que el trajín es a la inversa. Los dioses, que no son mortales ni simples, esos sí que juegan a los dados con el pobre Tiglath. Y sin embargo le envidio, quisiera ser como él, tener su temple en la lucha (cruel pero justo, encarnizado pero humano) y su firmeza de carácter en la calma. Reconócelo, Tiglath, y esto sin ironías: estás viviendo una envidiable vida desdichada.

Y hay más, mucho más en esta historia. El valor de la amistad entre hombres, asunto éste difícil de manejar sin caer en la estupidez o la cursilería, alcanza aquí cotas de grandeza probablemente sólo entendibles por el simple mortal masculino. Amistad cimentada en el más profundo afecto personal puro y desinteresado, el de Kefalos; o en la fidelidad incuestionada e incuestionable, la de Enkidu; o en la lealtad, la de Lushakin o Tabshar Sin; o en el respeto, el de Tabiti o Daiaukka; o en la sangre, la de Asarhadón. En algún momento siento que la emoción me embarga, se me eriza el vello y desearía que Kefalos fuera mi amigo. Calma, no es más que una novela. Pero ¡qué novela!

Cómo, ¿amistad, amor y fraternidad? ¿Acaso no son el odio y el temor los que forjan la trama y conforman el deambular vital de Tiglath? Cierto, y la ambición también. Pero no es nuestro héroe quien tiene tales sentimientos: son sus enemigos, conjunto heterogéneo integrado por familiares, soldados rivales e incluso, y sobre todo, amigos. Y cuando ambición y amistad, temor y amor, se enmarañan, es cuando la historia puede desmoronarse embestida por la incoherencia o la absurdidad. Pero esto no sucede, la novela aguanta, incluso se crece. No hay duda, estoy hechizado, lelo perdido. Porque entre líneas, entre páginas, se intuyen dos sombras que personifican esos dos hilos conductores que hacen chispas si se tocan, amor y odio; dos sombras que no pueden ser otra cosa que mujeres. El género femenino está presente de principio a fin en la novela y en la mente de Tiglath, que no son sino la misma cosa. ¿Tanta influencia tenían las féminas en aquella época y en aquellas tierras? Pues eso parece. Sin dejar de ser objeto sexual, el papel de la mujer era más relevante en el Oriente Próximo que en Grecia, por decir algo. Los reyes persas (sucesores de los medos y éstos de los asirios) tenían en sus esposas y en sus madres unas consejeras de primer orden. Y no hablemos de los eunucos, intrigantes y trapisondistas de nacimiento (bueno, casi de nacimiento), conocido es el caso de Bagoas, eunuco de Darío III. Espera, ¿dije antes dos sombras en la novela? Veo una tercera, es… es… claro, ¡un eunuco!

Alto; antes de acabar con el libro quiero saber algo del autor. ¿Quién es este Nicholas Guild, que ha podido sublimar así una historia tan elemental? Un californiano de 62 años, que contaba 44 al escribirla. Sin embargo sus obras anteriores parecen encasillarle como autor de novelas de espionaje o de intriga. Me recuerda a Ken Follett, escritor quizá más conocido del gran público y cuya trayectoria literaria es similar. Guild, además de esta novela histórica, ha escrito “El macedonio”, otra magnífica recreación épica de la vida de un héroe, Filipo de Macedonia. ¿A qué esperan las editoriales para volver a publicar a este creador de epopeyas memorables? No se puede reeditar todo, supongo que responderá algún editor; Guild tuvo su momento y afortunado quien lo supo y lo disfrutó. El resto de lectores tendremos que conformarnos con buscar el grial en el purgatorio (o paraíso, según se mire) de la segunda mano.

Aunque me estoy refiriendo a “El asirio” y “La estrella de sangre” como si fueran un único libro, no es así, formalmente son dos. Podría leerse el primero sin el segundo (aunque nos quedaría un nudo en el estómago) o el segundo sin el primero (hay suficientes referencias en la segunda parte para no perder detalle de lo que sucedió en la primera). “El asirio”, desde luego, tiene entidad e independencia como para subsistir por sí mismo. ¿Y “La estrella de sangre”, sobreviviría huérfana? Sin duda. ¿No cuelga del otro? Lo justo. ¿No parece una sucesión de episodios, de añadidos para hacer bulto hasta llegar al necesario desenlace final? Ahora un documental de vida y costumbres, después una de aventuras exóticas, luego una del oeste… ¿Y qué? ¿Otra vez clichés, a estas alturas? ¡Bienvenidos sean Richard Thorpe y John Ford! ¿Que le sobran 200 ó 300 páginas? No, soy yo que sigo alelado. Pero bien, quitemos las 300: quedan más de 900 de deleite. ¿Algo más? Nada, salvo concluir.

Y concluye como empieza, con sobriedad y elegancia, digna del héroe que nos ha abierto su corazón. El cofre de las maravillas se cierra solo, no quedan cabos sueltos. ¿Qué recordaré dentro de unos días, o semanas, o años? ¿Las brutales escenas de los que han sido despellejados vivos, o hervidos en una olla alumbrada con los cuerpos de sus familiares?; ¿los homéricos combates de Tiglath a pie, en carro, a caballo?; ¿la inagotable simiente del héroe, sembrada en mujeres asirias, egipcias, griegas? Si esa es la herencia que quedará en mi memoria, buena será; pero ojalá herede también la convicción de que el destino de un hombre, por muy extraordinario que éste sea, está en manos de los dioses, pero la voluntad de éstos, querido Tiglath, está en manos de las mujeres.

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