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ANTECEDENTES DEL SISTEMA MONETARIO DE LA PESETA

2. ENTRE EL TRADICIONALISMO Y EL LIBERALISMO EN ÉPOCA DE FERNÁNDO VII

Las emisiones monetarias de Fernando VII, una vez recuperado el poder en 1814, no aportaron novedad alguna. El sistema continuó tal cual lo había dejado establecido Carlos III, eliminando la unidad de cuenta única que ca­racterizó el gobierno de José I. Si en lo político los primeros años del reina­do suponen una vuelta al Absolutimo político, en lo monetario no son más que el retorno al tradicionalismo, eliminando cualquier vestigio de novedad. Fueron años de inmovilismo monetario, con el único deseo de mantener los criterios tradicionales, a pesar de los notables cambios de aquellos años, que hicieron que el país que había controlado durante tres siglos los principales recursos argénteos del mundo viese como cada vez era más deficitario en metales nobles y como el problema de la fuga de plata no solo no se solu­cionaba, sino que se agravaba.

El Trienio Liberal, que recuperó la Constitución de Cádiz frente al Ab­solutismo de Fernando VII, supuso un intento de modernización del sistema monetario que, si bien no llegó a cuajar, no podemos negar su importancia e influencia en la mayor parte de los proyectos de reforma monetaria que se van sucediendo hasta la ley de 1848. En primer lugar, recuperó la aportación monetaria de José I, es decir se volvió a la expresión de la unidad de cuenta única para las piezas emitidas en metales preciosos. Ese nuevo sistema se asume ahora como reflejo de los avances revolucionarios de Francia, a pesar de que en la época de las Cortes de Cádiz fueron rechazados por ser identifi­cados con el invasor francés. Además, los gobernantes del Trienio empren­dieron, el 25 de junio de 1821, una política coherente de elevar las tarifas de compra en las cecas, y ajustar la moneda propia a las cotizaciones de las ex­tranjeras, con el fin de evitar o dificultar su extracción. Asimismo se bajó el coste de acuñación o derechos percibidos por los talleres monetarios, el se­ñoreaje, estableciéndose que no se retuviese nada “del producto en moneda que rinden los metales que se lleven, sino los gastos indispensables de amo­nedación” (SARDÁ, 1998: 47); se trata de una medida modernizadora impor­tante, pues España era uno de los estados europeos con los derechos de acu­ñación más elevados. Suponía renunciar a uno de los principios fundamentales del modelo monetario del Antiguo Régimen, según el cual la emisión de moneda era una prerrogativa de la Corona y contemplada como fuente de ingresos fiscales. Se pretendían sentar las bases de una estabiliza­ción monetaria, con el objetivo de dificultar su extracción y posibilitar que los metales acudiesen a las cecas en mayor cantidad, si bien es cierto que, como afirma Sardá (1998: 47), quizá el motivo inmediato fue facilitar los empréstitos exteriores, al tener los prestamistas extranjeros de esta manera que importar menos cantidad de metal, pues habría más abundancia de él en el interior y el que entrase no tendría tanta tendencia a salir. Es un hecho importante de la política económica del gobierno liberal, que fomentó la búsqueda de fondos en el recurso al crédito, iniciando una política de em­préstitos exteriores (SARDÁ, 1998: 59-60). Los efectos de estas aparentemen­te beneficiosas medidas no pudieron sentirse por la irrupción de los Cien Mil Hijos de San Luis. Resulta evidente el cambio de rumbo en la política monetaria que intentó aplicar el Trienio, pese a que no llegó a acometer una efectiva devaluación metálica (PRIETO y HARO, 2004: 63).

El tradicionalismo monetario retornó en 1823, con la citada intervención de las tropas del duque de Angulema, que derogó la constitución de Cádiz y restableció el gobierno absolutista de Fernando VII. La vuelta a lo anterior en todos los órdenes de la vida política tuvo su correspondencia monetaria con la abolición de todas las medidas asumidas en el Trienio. Eso significó la puesta en práctica de una política deflacionista, por cuanto las cecas da­ban a la plata precios más bajos que los internacionales. Con ello eran inca­paces de atraer materia prima para la acuñación, hecho fácilmente observa­ble en las bajas tasas de emisión de la última década del reinado (SARDÁ, 1998: 70). La expresión de una única unidad de cuenta en todos los metales monetarios era interpretada como una muestra de liberalismo y así había si­do desde comienzos de siglo, por cuanto era una novedad en los sistemas monetarios europeos iniciada por la Revolución Francesa; por ello, Fernan­do VII retornó a la nomenclatura tradicional. Habrá que esperar a su último año de reinado para que el uso del real de vellón como única unidad de cuenta sea restablecido en la pieza más emblemática del sistema monetario español, el duro o real de a ocho, pieza de 20 reales de vellón, ahora ya de manera permanente. De nuevo son las circunstancias políticas las que propi­cian esta modificación. En efecto, son los guiños liberales del final del rei­nado, buscando apoyos para garantizar la sucesión en la persona de su hija, la futura Isabel II, los que amparan la recuperación del real de vellón como unidad de cuenta, así como otros elementos que empiezan a quebrar la ima­gen monetaria del Antiguo Régimen (FRANCISCO OLMOS, 2007: 175-177). 

Se cierra con esta emisión un período, que abarca las tres primeras dé­cadas del siglo, que no supuso cambios significativos en el sistema moneta­rio heredado del XVIII. Únicamente el vaivén en el uso de las unidades de cuenta. No se tomaron medidas eficaces para solucionar la sangría de plata, pero también es cierto que el penoso estado de la economía española en aquella época hacía que prácticamente fuese plata lo único que se podía ex­portar, al menos hasta la pérdida de las colonias. De ahí, quizá, la pasividad de los gobernantes, salvo los del Trienio, que, al igual que había sucedido en siglos anteriores, se resistían a devaluar la calidad de su principal producto de exportación. El inmovilismo o la pasividad monetaria también puede ser vista como un imperativo de política comercial. Asimismo pueden vislum­brarse cuestiones políticas en la última etapa del reinado, por oposición a todo lo realizado en el Trienio Liberal; bastó eso para que en la década omi­nosa se defendiera con testarudez la política contraria (VOLTES, 2001: 96).

En lo referente a la moneda extranjera, tan presente desde los tiempos de la guerra de la Independencia, el reinado, al igual que en otra facetas históri­cas, conoció diversas alternativas en lo referente a la política monetaria apli­cada. En la primera etapa, Fernando VII, acuciado por la crisis económica, admitió la circulación de las piezas extranjeras. Es cierto que se realizaron varios intentos de retirar la moneda francesa y la acuñada por José I, quizá por cuestiones ideológicas y de propaganda política, pero los particulares no entregaban sus piezas, dado que en las cecas se les recibían por su valor co­mo metal, no por su nominal monetario, que naturalmente era superior. Por ello, en 1818, el 20 de agosto, se reguló y legalizó la circulación de moneda francesa y portuguesa (FRANCISCO OLMOS, 2001: 120-121). El numerario francés recibió incluso una valoración más beneficiosa que la fijada por los propios franceses en 1808, lo que provocó la desaparición de la moneda es­pañola y la mayor presencia de la francesa (SARDÁ, 1998: 44). 

El gobierno del Trienio Liberal adoptó una actitud más nacionalista, se­guramente con la intención de legitimar su poder, obtenido después del pro­nunciamiento de Riego, pero también con el deseo de mejorar, modernizar y unificar la moneda circulante en España, dadas las numerosas equivalencias que podían ser necesarias para satisfacer determinados intercambios por la abundancia y variedad de las piezas existentes. Así en el 19 de noviembre de 1821 se prohibió la circulación de moneda francesa, dando un plazo para su aplicación. No olvidemos que en Francia regía un régimen absolutista y por ello opuesto al liberal español; únicamente sería aceptada previo resello (en el caso de los medios luises) por el poder legítimo o en pasta, lo que era tanto como devaluarla; la diferencia entre el valor como metal y su no­minal sería satisfecha en billetes contra la Tesorería. El gobierno liberal también tuvo que decidir sobre las monedas de los nuevos países america­nos, en concreto las piezas mexicanas a nombre de Iturbide. La solución fue la misma que para el caso francés: se resellarían las de igual peso, valor y ley, como forma de no legitimar al gobierno mexicano, y las no reselladas serían reconocidas únicamente como metal. Al mismo tiempo se acometió una política de fomentar que las monedas extranjeras y la pasta de los meta­les preciosos acudieran a las cecas; se hizo, como en páginas anteriores se­ñalé, mediante la disminución drástica de los llamados descuentos de acuña­ción y la orden de amonedar todas las alhajas de plata destinadas a las oficinas públicas, empezando por las de las Cortes, y todas las de oro y plata que no siendo indispensables para el culto entrasen en las iglesias.

La vuelta al poder absolutista a partir de 1823 supuso el nuevo recono­cimiento legal de la moneda francesa, decisión lógica desde el punto de vista ideológico por cuanto había sido un ejército francés quien había restablecido el poder de Fernando VII. Así el 13 de abril, en la llamada Tarifa de Tolosa, se fijaron las equivalencias oficiales entre la moneda francesa y la española (FRANCISCO OLMOS, 2001: 122). Tasas irreales para el valor del metal que poseían, sobrevalorándolo, que provocaron, junto a las dificultades de abas­tecimiento de las cecas por los escasos incentivos que ofrecían para atraer oro y plata, que la circulación de moneda francesa se disparara hasta supo­ner algo más de la mitad de la masa monetaria en circulación (CARROBLES SANTOS, 2000: 123). Escribió Fernández Villaverde que “este inexplicable sobreprecio nos inundó de escudos franceses y ayudó a la expulsión de nuestros pesos fuertes”, contribuyendo a pagar la factura de la intervención absolutista (VOLTES, 2001: 93-94). La tasa establecida solo encuentra expli­cación en una imposición francesa. Los esfuerzos de la Hacienda por adqui­rir plata en el exterior y tener un volumen mínimo de monedas resultaron inútiles, puesto que en cuanto eran acuñadas salían de la circulación por su alto valor metálico, emigrando hacia otros mercados más competitivos. Además la relación entre el oro y la plata en España otorgaba menor valor a esta que el que se le daba en Francia e Inglaterra; por ello la moneda de pla­ta española cambiada en oro en el extranjero daba mejores resultados de lo que resultaba en la relación legal española (SARDÁ, 1998: 67). Sacar mone­das de plata españolas y venderlas en el extranjero se convirtió en un lucra­tivo negocio.

La actitud con la moneda americana fue diferente, reacción también ló­gica, pues el gobierno fernandino no podía admitir el uso de monedas que llevaban la estampa de las nuevas naciones americanas, consideradas insur­gentes; ello supondría el reconocimiento de su potestad para emitir moneda y, por ello, de su soberanía. Tampoco la moneda portuguesa recibió el bene­plácito para circular y los cruzados fueron recibidos únicamente por su valor en pasta, disponiendo, además, su recogida. Esta prohibición fue imposible de aplicar en determinadas zonas, como Galicia o Palencia, por la gran can­tidad de exiliados procedentes del vecino reino que pretendían pagar con su moneda. Por ello el 20 de noviembre de 1826 se admitió la legalidad de las monedas de oro y plata, que serían cambiadas de acuerdo a la tarifa de 30 de septiembre de 1818 (Ver FRANCISCO OLMOS, 2001: 123-124).  

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