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Orden del Cister

Orden del Cister

Orden del Císter

Orden del Císter
Arms of Ordo cisterciensis.svg
Nombre latino Ordo Cisterciensis
Siglas O. Cist.
Nombre común Bernardos
Gentilicio Cistercenses
Tipo Orden monástica
Regla Regla de San Benito
Hábito Blanco
Fundador San Roberto de Molesmes
Fundación 1098
Lugar de fundación Abadía de Citeaux
Aprobación 1100 por el Papa Pascual II
Superior General Abad General Mauro Giuseppe Lepori
Religiosos 1470
Sacerdotes 717
Curia Piazza del Tempio di Diana, 14
00153 Roma, Italia
Sitio web www.ocist.org

La orden cisterciense (en latín: Ordo cisterciensis, o.Cist.), igualmente conocida como orden del Císter o incluso como santa orden del Císter (Sacer ordo cisterciensis, s.o.c.) es una orden monástica católica reformada, cuyo origen se remonta a la fundación de la Abadía de Císter por Roberto de Molesmes en 1098. Ésta se encuentra donde se originó la antigua Cistercium romana, localidad próxima a Dijon, Francia.

La orden cisterciense desempeñó un papel protagonista en la historia religiosa del siglo XII. Por su organización y por su autoridad espiritual, se impuso en todo el occidente, incluso en sus márgenes. Su influencia fue particularmente importante en el este del Elba donde la orden hizo «progresar al mismo tiempo el cristianismo, la civilización y el desarrollo de las tierras».

Como restauración de la regla benedictina inspirada en la reforma gregoriana, la orden cisterciense promueve el ascetismo, el rigor litúrgico y trata, con cierta mesura, el trabajo como un elemento cardinal, como lo demuestra su patrimonio técnico, artístico y arquitectónico. Además de la función social que ocupó hasta la Revolución francesa, la orden ejerció una influencia importante en los ámbitos intelectual o económico, así como en el ámbito de las artes y de la espiritualidad.

Debe su considerable desarrollo a Bernardo de Claraval (1090-1153), hombre de una personalidad y de un carisma excepcionales. Su influencia y su prestigio personal hicieron que se convirtiera en el cisterciense más importante del siglo XII. Pues, aun no siendo el fundador, sigue siendo todavía hoy el maestro espiritual de la orden.

La orden cisterciense, en nuestros días, está de hecho formada por dos órdenes y varias congregaciones. La orden de la «Común Observancia» contaba en 1988 con más de 1.300 monjes y 1.500 monjas, repartidos respectivamente en 62 y 64 monasterios. La Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia», también llamada O.C.S.O., comprende hoy en día cerca de 2.000 monjes y 1.700 monjas, comúnmente llamados trapenses porque provienen de la reforma de la abadía de la Trapa, repartidos en 106 monasterios masculinos —abadías y prioratos y nuevas fundaciones—, y 76 monasterios femeninos, también llamados abadías o prioratos, junto con otras fundaciones, en el mundo entero.Pero si las dos órdenes cistercienses están actualmente separadas, mantienen estrechos vínculos de amistad y colaboración entre ellos, sobre todo en el ámbito de la formación y de la reflexión sobre el carisma común.

Su hábito es prácticamente el mismo: túnica blanca y escapulario negro, retenida por un cinturón que se lleva por debajo; el hábito de coro es la tradicional cogulla monástica, de color blanco, de donde viene la denominación de monjes blancos. De hecho, se les llamó en la Edad Media los monjes blancos en oposición a los monjes negros, que eran los benedictinos. También es frecuente la denominación monjes bernardos o simplemente bernardos por el impulso que dio a la orden Bernardo de Fontaine.

Aunque siguen la regla de san Benito, los cistercienses no son propiamente considerados como benedictinos. En efecto, es en el IV Concilio de Letrán (1215) cuando la palabra benedictino apareció para designar a los monjes que no pertenecían a ninguna Orden centralizada, por oposición a los cistercienses. Pero numerosos vínculos unen a ambas familias

Lista de los abades generales de la orden

  • 1850-1853: Tommaso Mossi, 1er prior general
  • 1853-1856: Angelo Geniani, 2º prior general
  • 1856-1879: Teobaldo Cesari, 1er abad general
  • 1880-1890: Gregorio Bartolini, 2º abad general
  • 1892-1901: Anton-Leopold Wackarz, 3er abad general
  • 1901-1920: Gerhard-Franz Bie de Amadeus, 4º abad general
  • 1920-1927: Cassien-Joseph Haid, 5º abad general
  • 1927-1937: Albert-François Janssens, 6º abad general
  • 1937-1950: Edmondo-Augusto Bernardini, 7º abad general
  • 1950-1953: Matthew-Gregory Ember, 8º abad general
  • 1953-1985: Sighard-Karl Petits, 9º abad general
  • 1985-1995: Polikarp-Ferenc Zakar, 10º abad general
  • 1995-2010: Mauro-Daniel Esteva y Alsina, 11º abad general
  • 2010-: Mauro Giuseppe Lepori. 12º abad general

Historia

  La génesis de la orden cisterciense

En Occidente, en el cambio entre el siglo XI y el siglo XII, son numerosos los fieles que buscan «nuevas vías de perfección»,6 «deseo inexpresado, pero exaltando todo el fervor de rejuvenecer el mundo».7 Sin embargo, las peregrinaciones y cruzadas no alimentan espiritualmente a todos los creyentes.

También, conjugando el ascetismo y el rigor litúrgico y rechazando la ociosidad en contraposición al trabajo manual, la Regula Sancti Benedicti es a finales del siglo XI una formidable fuente de inspiración para los movimientos que se esforzaban en buscar la perfección, tales como la Orden de Grandmont o la Orden Cartuja, fundada por San Bruno en 1084. La Orden Cisterciense está marcada en su nacimiento por la necesidad de reforma y la inspiración evangélica que apuntala igualmente la experiencia de Robert de Arbrissel, fundador de la Orden de Fontevraud en 1091, y la eclosión de los capítulos de canónigos regulares.

 Los padres fundadores

La aventura cisterciense comienza con la fundación de la abadía de Notre-Dame de Molesmes por Roberto de Molesmes en 1075, en la región de Tonnerre.

Nacido en Champaña y emparentado con la familia Maligny, una de las más importantes de la región, Roberto de Molesmes comienza su noviciado a la edad de quince años en la abadía de Moutiers-la-Celle, en la diócesis de Troyes, donde se convirtió en prior. Imbuido del ideal de restauración de la vida monástica tal como había sido instituido por San Benito, abandona el monasterio en 1075. Consigue poner en práctica ese ideal compartiendo la soledad, la pobreza, el ayuno y la oración con siete ermitaños, cuya vida espiritual dirige, e instalándose en el bosque de Collan (o Colán), cerca de Tonnerre. Gracias a los señores de Maligny, el grupo se establece en el valle del Laignes, en la localidad de Molesmes, adoptando reglas similares a las de los camaldulenses y combinando la vida comunal de trabajo y el oficio benedictino con el eremitismo.

Esta fundación es un éxito: la nueva abadía atrae a numerosos visitantes y donantes, religiosos y laicos. «Quince años después de su fundación, Molesmes se asemeja a cualquier abadía benedictina próspera de su época.»10 Pero las exigencias de Roberto y de Albéric son mal aceptadas. Se producen divisiones en el seno de la comunidad. En 1090, Roberto, con algunos compañeros, decide alejarse durante un tiempo de la abadía y sus disensiones y se establece con algunos hermanos en Aulx, para llevar allí una vida de ermitaño. Sin embargo, es obligado a regresar a la abadía que dirige en Molesmes.

Sabiendo que no conseguirá satisfacer su ideal de soledad y pobreza en el clima de Molesmes, donde los partidarios de la tradición se oponen a los de la renovación, Roberto, con autorización del legado del Papa Hugues de Die, acepta un lugar solitario ubicado en el bosque pantanoso de la baja región de Dijon que le proponen el duque de Borgoña, Eudes I, y sus primos lejanos los vizcondes de Beaune, para retirarse y practicar, con la mayor austeridad, la regla de San Benito. En este lugar cercano al valle del Saona, a veintidós kilómetros al sur de Dijon, encuentra un «desierto» cubierto de cañas. Alberico y Esteban Harding, así como otros veintiún monjes fervorosos, lo acompañan en su "terrible soledad", en la que se instalan el 21 de marzo de 1098, en el lugar conocido como La Forgeotte, alodio concedido por Renard, vizconde de Beaune, para fundar allí otra comunidad denominada durante un tiempo el novum monasterium.

  El «nuevo monasterio»

El abaciado de Roberto

Los inicios del novum monasterium, en edificios de madera rodeados de una naturaleza hostil, son difíciles para la comunidad. La nueva fundación se beneficia, no obstante, del apoyo del obispo de Dijon. Eudes de Borgoña también da muestras de generosidad; Renard de Beaune, su vasallo, cede a la comunidad las tierras que lindan con el monasterio. La benévola protección del arzobispo Hugues permite la edificación de un monasterio de madera y de una humilde iglesia. Roberto tiene el tiempo justo de recibir del duque de Borgoña una viña en Meursault, ya que, tras un sínodo celebrado en Port d’Anselle en 1099 que legitima la fundación del novum monasterium, se ve obligado volver a Molesmes, donde encontrará la muerte en 1111.

La historiografía cisterciense censura durante algún un tiempo la memoria de los monjes que regresan a Molesmes. Así, los escritos de Guillermo de Malmesbury, y luego el Pequeño y el Gran Exordio, se hallan en el origen de la leyenda negra que, en el seno de la orden, persigue a Roberto y a sus compañeros de Molesmes «a quienes no les gustaba el desierto.»

El abaciado de Alberico

Los fundadores de Cîteaux: Roberto de Molesmes, Alberico y Esteban Harding venerando a la Virgen María.

Roberto deja la comunidad en manos de Alberico, uno de los más fervientes partidarios de la ruptura con Molesmes. Alberico, administrador eficaz y competente, obtiene la protección del papa Pascual II (Privilegium Romanum) que promulga el 19 de octubre de 1100 la bula Desiderium quod. Alberico, enfrentado a numerosas dificultades materiales, desplaza su comunidad dos kilómetros más al sur, a orillas del Vouge, para encontrar un suministro suficiente de agua.14 Bajo sus órdenes, se construye una iglesia a unos centenares de metros del lugar inicial. El 16 de noviembre de 1106 Gauthier, obispo de Chalon, consagra en este nuevo lugar la primera iglesia construida en piedra. Alberico consigue mantener el fervor espiritual en el seno de su comunidad, a la que somete a una ascesis muy dura. Pero Cîteaux vegeta, las vocaciones son escasas y sus miembros envejecen. Los años parecen difíciles para la pequeña comunidad ya que «los hermanos de la Iglesia de Molesmes y otros monjes vecinos no dejan de acosarlos y de perturbarlos porque temen parecer ellos mismos más viles y despreciables a los ojos del mundo si se ve a los otros vivir entre ellos como monjes nuevos y singulares».15

Sin embargo, la protección del duque de Borgoña, la de su hijo Hugo II, con posterioridad a 1102, y los clérigos surgidos del valor de la comunidad, permiten un primer desarrollo. A partir de 1100, el monasterio atrae a algunos neófitos; algunos novicios se incorporan al grupo. Durante su abaciado, Alberico hace adoptar a los monjes el hábito de lana cruda a cambio del hábito negro de los monjes de la orden de Cluny, lo que valdrá a los monjes cistercienses el apodo de «monjes blancos», el de «benedictinos blancos», a veces, o el de «bernardinos», del nombre de san Bernardo, por oposición a los benedictinos o «monjes negros».

Alberico define también el estatuto de los hermanos conversos —religiosos que no son ni clérigos ni monjes, pero sujetos a la obediencia y a la estabilidad y que llevan a cabo el grueso de los trabajos manuales— y hace emprender el trabajo de revisión de la Biblia, que será concluido bajo el abaciado de Esteban Harding.

El abaciado de Esteban Harding

Esteban Harding y el abad de Saint-Vaast d’Arras depositando su abadía a los pies de la Virgen.16

En 1109, Esteban Harding se hace cargo de los destinos de Cîteaux, sucediendo a Alberico tras la muerte de este último. Esteban, noble anglosajón de sólida formación intelectual, es un monje formado en la escuela de Vallombreuse que ya desempeñó un papel protagonista en los acontecimientos de 1098. Mantiene excelentes relaciones con los señores locales.

La benevolencia de la castellana de Vergy y del duque de Borgoña garantizan el desarrollo material de la abadía. La revalorización de las tierras garantiza a la comunidad los recursos necesarios para su subsistencia. El fervor de los monjes confiere a la abadía un gran renombre. En abril de 1112 o mayo de 1113,17 el joven caballero Bernardo de Fontaine, junto a una treintena de compañeros, hace su entrada en el monasterio cuyos destinos va a transformar. Con la llegada de Bernardo, la abadía se engrandece. Los postulantes fluyen, los efectivos crecen e impulsan a Esteban Harding a fundar «abadías filiales».

La fundación de la orden

En 1113 se funda la primera abadía filial en La Ferté, en la diócesis de Chalon-sur-Saône, seguida por la de Pontigny, en la diócesis de Auxerre, en 1114. En junio de 1115, Esteban Harding envía a Bernardo con doce camaradas a fundar la abadía de Claraval, en Champaña. El mismo día, una comunidad monástica parte de Cîteaux para fundar la abadía de Morimond.

Sobre este tronco de las cuatro filiales de Cîteaux, la orden cisterciense va a desarrollarse y la familia cisterciense crecerá durante el todo el siglo XII. A partir de 1120, la orden se establece en el extranjero. Finalmente, junto a los monasterios de hombres se crearán conventos de monjas. El primero se establece en 1132 por iniciativa de Esteban Harding en Tart-l’Abbaye, siendo el de Port-Royal-des-Champs uno de los más célebres.

Para Esteban Harding, organizador de la orden y gran legislador, la obra que ve nacer es aún frágil y precisa ser reforzada. Las abadías creadas por Cîteaux necesitan el vínculo que será la marca de su pertenencia a la aplicación estricta de la regla de San Benito y hacer solidarias a las comunidades monásticas. La Carta de Caridad que él elabora se convierte en el «cimiento» que garantizará la solidez del edificio cisterciense.

La Carta de caridad

Entre 1114 y 1118, Esteban Harding redacta la «Carta Caritatis» o Carta de caridad, texto constitucional fundamental en el cual se basa la cohesión de la orden. En ella establece la igualdad entre los monasterios de la orden. En cumplimiento de la unidad de observancia de la regla de San Benito, tiene por objeto organizar la vida diaria e instaurar una disciplina uniforme en el conjunto de las abadías. El papa Calixto II la aprueba el 23 de diciembre de 1119 en Saulieu. La Carta fue objeto de diferentes actualizaciones.

Esteban Harding prevé que cada abadía, aun conservando una gran autonomía, en particular financiera, dependa de una abadía-madre: la abadía que la fundó o aquélla a la que está vinculada. Sus abades, elegidos por la comunidad, controlan la abadía a su criterio. Al mismo tiempo, ha sabido prever sistemas eficaces de control, evitando al mismo tiempo la centralización: la abadía-madre tiene derecho de fiscalización y su abad debe visitarla anualmente.

Esteban Harding instituyó, en la cumbre del edificio, el Capítulo general como órgano supremo de control. El Capítulo general reúne, cada 14 de septiembre, bajo la presidencia del abad de Cîteaux que fija el programa, a todos los abades de la orden, que están obligados a asistir personalmente o, excepcionalmente, a estar representados. Todos tienen el mismo rango, excepto los abades de las cuatro ramas principales.

Por otra parte, el Capítulo general decreta estatutos y aporta las adaptaciones necesarias para las normas que rigen la orden. Las decisiones tomadas en estas asambleas se anotan en registros llamados statuta, instituta et capitula.

Este sistema, como subraya Dom J. M. Canivez, permitió «una unión, una intensa circulación de vida y un verdadero espíritu de familia que agrupaba en un cuerpo compacto a las abadías surgidas de Cîteaux».

Bernardo de Claraval y la expansión de la orden

Bernardo de Claraval

La orden debe el considerable desarrollo que conoció en la primera mitad del siglo XII a Bernardo de Claraval, (1090-1153), el más célebre de los cistercienses y a quien se puede considerar como su maestro espiritual.18 Sus orígenes familiares y su formación, sus apoyos y sus relaciones, su propia personalidad, explican en gran parte el éxito cisterciense.

Su familia es conocida por su piedad; su madre le transmite su inclinación por la soledad y la meditación. Decide no abrazar el oficio de las armas e intenta retirarse del mundo. Sin embargo, durante su vida religiosa conserva un agudo sentido del combate. «Una vez convertido en monje, Bernardo sigue siendo un caballero que alienta a los que combaten por Dios». Persuasivo y carismático, anima a muchos de sus parientes a seguirlo a Cîteaux, abadía próxima a las tierras de su familia.20

Solamente tres años después de su entrada en la orden cisterciense, Bernardo, consagrado abad por Guillermo de Champeaux, obispo de Châlons-sur-Marne, se pone a la cabeza de la abadía de Claraval el 25 de junio de 1115.

«Durante diez años se entrega por entero a la comunidad de la que era [...] el padre. Después de Claraval, ya bien establecido y arraigado, a su vez prolífico, esparcida también su descendencia por todas partes, en Trois-Fontaines, en Fontenay, en Foigny, Bernardo habla solamente para los religiosos de su monasterio». — Georges Duby, Saint Bernard et l’art cistercien, op cit., p. 10.
Bernardo de Claraval enseñando en la sala capitular, Heures d’Étienne Chevalier, ilustradas por Jean Fouquet, museo Condé, Chantilly.

Sin dejar de ocuparse de Claraval, de donde seguirá siendo abad toda su vida, Bernardo tiene una influencia religiosa y política considerable fuera de su orden.21 Durante toda su vida se guía por la defensa de la orden cisterciense y sus ideales de reforma de la Iglesia. Se lo encuentra en todos los frentes y su vida es rica en paradojas: proclama su deseo de retirarse del mundo y, sin embargo, no deja de mezclarse en los asuntos del mundo. De buen grado imparte lecciones, pero, seguro de la superioridad del espíritu cisterciense, abruma con sus reproches a sus hermanos cluniacenses. Tiene muy duras palabras para fustigar a los clérigos y a los prelados que sucumben a las riquezas materiales y al lujo. No desdeña la picardía, la astucia, la mala fe o las injurias para abatir a su adversario —el teólogo Pedro Abelardo sufrió en persona esta dura experiencia —. Se lo ve en el Languedoc intentando frenar los progresos de la herejía. Recorre Francia y Alemania, movilizando a las muchedumbres tras la predicación de Vézelay, el 31 de marzo de 1146, para lanzar la Segunda Cruzada. Interviene en la designación de los papas, cuya causa consigue hacer triunfar: Inocencio II contra Anacleto II, y llega incluso a dar lecciones a los soberanos pontífices.

Las fundaciones prosiguen a un ritmo constante. Así, las abadías de la Cour-Dieu y de Bonnevaux. La orden, con su base borgoñona, conquista el Dauphiné y el Marne; luego, en poco tiempo, todo el Occidente cristiano. No hay una nación católica, desde Escocia a Tierra Santa, de Lituania y Hungría a Portugal, que no haya conocido a los cistercienses en alguno de sus setecientos sesenta y dos monasterios. De Claraval surge, en suma, la mayor rama de la orden cisterciense: trescientas cuarenta y una casas, ochenta de ellas filiales directas, dispersadas por toda Europa; aún más que Cluny que sólo cuenta con alrededor de 300. Así pues, gracias al número de sus filiales que sobrepasa a las de Cîteaux, el peso de la Abadía de Claraval no deja de crecer, en particular en las decisiones tomadas en los Capítulos generales.

Cuando muere, el 20 de agosto de 1153, honrado por todo el mundo cristiano, convierte a Cîteaux en uno de los principales centros de la cristiandad, en un alto lugar espiritual.

 La organización de la orden

«Debemos ser unánimes, sin divisiones entre nosotros: todos juntos, un solo cuerpo en Cristo, siendo miembros los unos de los otros»
— San Bernardo, Sermon pour la Saint-Michel, I, 8.

La regla benedictina se presenta como una síntesis entre exigencias contrarias: independencia económica y actividad litúrgica, actividad apostólica y rechazo del mundo. Los Statuts des moines cisterciens venus de Molesme (Estatutos de los monjes cistercienses venidos de Molesmes), redactados en los años 1140, son una propuesta de normalización del ideal primitivo: estricta observancia de la regla benedictina, búsqueda del aislamiento, pobreza integral, rechazo de los beneficios eclesiásticos, trabajo manual y autarquía.

Los primeros abades de Cîteaux habían encontrado este equilibrio en la sencillez rústica, en la ascesis y el gusto por el cultivo. Los siglos XII y XIII, marcados por los escritos de los «cuatro evangelistas de Cîteaux», debían permitir profundizar y apuntalar estos principios de organización. Pero a partir del abaciado de Esteban Harding, aparece una legislación bajo la forma La Charte de charité et d’unanimité (La Carta de Caridad y de unanimidad) que regula las relaciones de las abadías-madre, de sus filiales y pequeñas filiales. La multiplicación de las creaciones y la extensión de este nuevo monacato exigen una nueva reflexión sobre su administración. Para Philippe Racinet, «la organización cisterciense es una obra maestra de construcción institucional medieval». La exención de la jurisdicción episcopal permite a la orden de Cîteaux poner a punto dos instituciones que debían convertirse en su fuerza: el sistema de visitas de los abades-padres y el Capítulo general anual. Al mismo tiempo, muy probablemente entre 1097-1099, el abad Esteban hace poner por escrito el relato de las fundaciones.

La «abadía madre» y sus filiales
Primeras filiales de Cîteaux en el siglo XII

En los años 1120, los recién llegados, integrados en establecimientos geográficamente distantes, reciben formación apropiada en la casa que los acoge. Para favorecer la cohesión, evitar las discordias y fundar relaciones orgánicas entre los monasterios, a partir de 1114 Esteban redacta una «Carta de unanimidad y de caridad». Esta carta, en tanto que documento jurídico, «regula el control y la continuidad de la administración de cada casa, [...] define las relaciones de las casas entre ellas y asegura la unidad de la orden». No se completa hasta 1119; después, debido a nuevas dificultades, se modifica hacia 1170, para dar nacimiento a la Charte de charité postérieure (Carta de caridad posterior).

Por su espíritu, se separa del modelo cluniacense de «familia» jerarquizada, ofreciendo amplia autonomía a cada monasterio. Cîteaux permanece como autoridad espiritual guardiana de «la observancia de la santa regla» establecida en el «nuevo monasterio».

Cada monasterio, según el principio de caridad, tiene el deber de socorro a las fundaciones más desamparadas, mientras que las abadías madres garantizan el control y la elección de los abades dentro de las abadías filiales. El abad de Cîteaux, por medio de sus consejos y en sus visitas, conserva una autoridad superior. Cada abad debe ir a Cîteaux todos los años, en torno a la fiesta de la Santa Cruz, el 14 de septiembre, para el Capítulo general, como órgano supremo de gobierno y de justicia, a resultas del cual se promulgaban estatutos. Este procedimiento no es enteramente original puesto que se remonta, también, a los orígenes de la orden de Vallombreuse, pero la inspiración procede, obviamente, del convenio entre Molesmes y Aulps, firmado en 1097 bajo el abaciado de Roberto. Desde finales del siglo XII, el Capítulo es asistido por un comité de definidores nombrados por el abad de Cîteaux; es el Définitoire (Definitorio). Los cistercienses aceptan, sin embargo, el apoyo y el control del obispo del lugar en caso de conflicto en el seno de la orden. Así, a partir de 1120, en el plano jurídico y normativo, lo esencial de lo que constituye la orden reposa sobre principios sólidos y coherentes.

Los lugares cistercienses
La abadía de Pontigny, éstablecida en el valle del Serein, en la frontera de los condados de Auxerre, Nevers y Tonnerre.

«Bernardus valles amabat», «Bernardo amaba los valles». La elección del lugar cisterciense ha respondido con frecuencia a este proverbio, como prueba la toponimia cisterciense: abadía de Císter, Clairvaux, Bellevaux, Clairefontaine, Droiteval. El valle arbolado debe contener, en extensiones amplias, todos los ingredientes que respondan a las necesidades de la vida monástica, sin encontrarse demasiado lejos de los ejes de circulación. ¿Cómo explicar la elección de esos valles poco soleados, que reclaman necesarios acondicionamientos y, a veces, un cambio de implantación cuando el medio se muestra demasiado ingrato?

Ciertamente, el lugar debe permitir el aislamiento, conforme a una vida fuera del mundo; además, deben tenerse en cuenta las posibles relaciones con los señores locales. En opinión de Terryl N. Kinder, los valles, no man’s land, «delimitaban un territorio “neutral” donde los nobles belicosos de las dos orillas estaban en tregua, pero que, por su posición estratégica, no servían para uso doméstico.» Pero, sobre todo, los valles están disponibles ya que son poco atractivos.

Emplazamiento de la abadía de Fontfroide.

Sin embargo, no conviene exagerar el carácter malsano de estos lugares; los cistercienses no buscaban deliberadamente pantanos insalubres. Las numerosas referencias a «lugares de horror» en los documentos primitivos remiten a topoi bíblicos. El lugar debe presentar ventajas y recursos suficientes, y a menudo la elección inicial no presenta todas las características requeridas. Por ello, las fundaciones son a menudo largas y peligrosas y la nueva abadía solo se consagra a condición de que el oratorio, el refectorio, el dormitorio, el alojamiento y la portería estén bien situados.

En definitiva, si la elección de una fundación depende de «una sabia mezcla hecha de piedad, política y pragmatismo, [...] el paisaje quizá desempeñó un papel en la formación de la espiritualidad de la nueva orden».

Cîteaux, vanguardia de la Iglesia

La espiritualidad cisterciense, de acuerdo con el ideal de pobreza en boga en aquella época, atrae numerosas vocaciones, en particular gracias a la energía y al carisma de Bernardo de Claraval. La orden recibe también numerosas donaciones tanto de gente humilde como de los poderosos. Entre estos donantes se cuentan personalidades de primer orden, como los reyes de Francia, Inglaterra, España o Portugal, el duque de Borgoña, el conde de Champaña, obispos y arzobispos.37

Esta evolución sostiene el desarrollo de las filiales de la orden que, a la muerte de Bernardo, cuenta con trescientos cincuenta monasterios,38 sesenta y ocho de ellos establecidos por Claraval. La expansión se produce por diáspora, por sustitución o por incorporación.

Entre las nuevas comunidades, citemos la Abadía de Noirlac y la de Fontmorigny, cuyos edificios todavía existen en el Cher. La línea de Claraval cuenta hasta 350 monasterios, la de Morimond más de 200, la de Cîteaux un centenar, solamente una cuarentena la de Pontigny y menos de veinte la de La Ferté. A partir de 1113, las primeras monjas se instalan en el castillo de Jully. Se instituyen en 1128 en la Abadía de Tart, en la diócesis de Langres, y adoptan el nombre de Bernardines. Los monasterios del suburbio de Saint-Antoine, en París, y de Port-Royal-des-Champs son los más famosos de los que las monjas ocupan posteriormente.

El desarrollo cisterciense en los siglos XII y XIII

Periodos Número de establecimientos
integrados en la orden
En territorio francés
1151-1200 209 59 / (28%)
1201-1250 120 13 / (11%)
1251-1300 46 3 / (6,5%)
1151-1300 375 75

Como consecuencia del crecimiento de la orden con la fundación de centenares da abadías y la incorporación de varias congregaciones (las de Savigny, que cuenta con treinta monasterios, y la de Obazine en vida de San Bernardo), la uniformidad de las costumbres se altera imperceptiblemente. En 1354, la orden cuenta con 690 casas de hombres y se extiende de Portugal a Suecia, de Irlanda a Estonia y de Escocia hasta Sicilia. Nos obstante, la mayor concentración se da en tierras francesas y más concretamente en Borgoña y Champaña.

Las monjas cistercienses

Hacia 1125, algunas monjas benedictinas abandonan su priorato de Jully-les-Nonnains y se instalan en la Abadía de Tart, solicitando la protección del abad de Císter, Esteban Harding, que se la concede en 1132. Luego se crean otros monasterios y se incorporan a la orden. El de Tart, la abadía madre, alberga cada año el capítulo general de las abadesas. Hacia 1200 se contabilizan dieciocho monasterios de monjas cistercienses en Francia. Luego, durante el siglo XII, las monjas crean abadías en Bélgica, Alemania, Inglaterra, Dinamarca y España. Algunas de estas fundaciones españolas existen aún hoy, como el Monasterio Real de las Huelgas de Burgos, creado en 1187 por Alfonso VIII de Castilla, y que sigue estando afiliado al espiritual de la orden de Cîteaux.

Entre las monjas cistercienses, principalmente en el siglo XIII, se han contado varias santas, como Santa Lutgarda en Bélgica, Santa Eduviges en Polonia, las santas Gertrudis de Helfta y Matilde de Magdeburgo, ambas del convento de Helfta, en Sajonia, lugar señero de la mística renana y uno de los numerosos monasterios femeninos que seguían los usos de Cîteaux sin estar jurídicamente afiliados a la orden, ya que ésta temía tener que proporcionar limosnas a demasiadas casas de monjas. Entre las místicas cistercienses podemos nombrar a Béatrice de Nazareth, hacia 1200-1261, o también a Santa Juliana de Cornillon (1191-1254), que fue la instigadora de la fiesta del Corpus Christi, fiesta instituida en la Iglesia por el papa Urbano IV en 1268.

El apogeo político de los siglos XII y XIII

Con San Bernardo interviniendo de manera más o menos directa como árbitro, consejero o guía espiritual en las grandes cuestiones del siglo, la orden cisterciense adopta el papel de guardián de la paz religiosa. Con el apoyo del papado, de reyes y de obispos, la orden prospera y crece. Las autoridades laicas y eclesiásticas desean que insufle su espíritu en la Iglesia regular y secular. Por ejemplo, Pedro, abad de La Ferté, es elevado a la dignidad episcopal hacia 1125. La orden parece destinada a desempeñar un nuevo papel en la sociedad, papel que había rehusado asumir hasta entonces a lo largo del siglo.

En el siglo doce, el orden cisterciense ejerce una gran influencia política. Bernardo de Claraval influye decisivamente en la elección del papa Inocencio II en 1130, y luego en la de Eugenio III en 1145. Este antiguo abad cisterciense predica, a petición de la orden, la Segunda Cruzada que lleva a Tierra Santa a Luis VII y a Conrado II. Bernardo es quien hace reconocer la Orden del Temple. En el siglo XII la orden proporciona a la iglesia 94 obispos y el papa Eugenio III.

San Bernardo predicando la 2ª Cruzada, en Vézelay, en 1147. Cuadro del siglo XIX.

Esta expansión garantiza a los cistercienses un lugar preponderante no sólo en el seno del monacato europeo sino también en la vida cultural, política y económica. Bernardo, líder del pensamiento de la Cristiandad, llama a los señores a la reconquista de Tierra Santa el 16 de febrero de 1147; los cistercienses predican durante la Tercera Cruzada (1188-1192) y algunos hermanos participan en ella personalmente. La orden se manifiesta durante la evangelización de la región francesa de Midi y en la lucha contra los cátaros, cuya doctrina es condenada y combatida por la Iglesia. Arnaud Amaury, abad de Cîteaux, es designado Legado por el papa y organiza la cruzada contra los Albigenses. Los cistercienses preceden a los dominicos en estos territorios, en los que garantizan la predicación y organizan la represión de la herejía. Se les encargan misiones de cristianización y, protegidos por el brazo secular, penetran en Prusia y en las provincias bálticas.

Defensores de los intereses de la Santa Sede, toman partido en la querella entre el Papa y el Emperador, donde los cistercienses apoyan los objetivos teocráticos del pontífice. En el plano institucional, esta crisis refuerza a la orden que trata de ganar coherencia. Con el favor de estas nuevas prerrogativas, «nace una nueva comunidad [...] que se aleja del modelo creado por los padres fundadores, pero que ni se pervierte ni es pervertida [...]; se trata de lo que podríamos llamar el segundo orden cisterciense».

En 1334, un cisterciense, antiguo abad de la Abadía de Fontfroide, accede a la dignidad papal bajo el nombre de Benedicto XII. Bajo su pontificado, la orden gana en coherencia y traza una nueva organización en 1336, bajo la forma de la Constitución Benedictina. El Capítulo general ejerce en lo sucesivo un control más estrecho sobre la gestión de las finanzas y bienes inmobiliarios de las abadías, función que hasta ese momento dependía únicamente del poder del abad. De este modo, en la primera mitad del siglo XIV, y fiel al espíritu de los primeros tiempos, la orden goza de un ascendiente sobre el conjunto de la cristiandad. La Constitución subraya la importancia de su acción en el seno de la Iglesia.

«Brillante como la estrella de la mañana en un cielo cargado de nubes, la Santa Orden cisterciense, por sus buenas obras y su edificante ejemplo, comparte el combate de la Iglesia militante. Por la dulzura de la santa contemplación y los méritos de una vida pura, se esfuerza en escalar con María la montaña de Dios, mientras que, por una encomiable actividad y piadosos servicios, intenta imitar los diligentes cuidados de Marta [...] esta orden ha merecido extenderse de un extremo a otro de Europa.» — Benedicto XII, Constitución Benedectina, 1335.

Una orden enfrentada a las dificultades y críticas: retroceso y reformas

Debido a las numerosas adhesiones y donaciones, y también a una perfecta organización y un gran dominio técnico y comercial en una Europa en plena expansión económica, la orden se convierte rápidamente en protagonista de todos los sectores. Pero el extraordinario éxito económico de la orden en el siglo XIII acaba por volverse contra ella. Las abadías aceptan numerosas donaciones, que a veces son participaciones en molinos o en censos. Las abadías recurren, pues, de hecho, al arrendamiento rústico o a la aparcería, mientras que originariamente la orden explotaba sus tierras mediante el trabajo manual de los conversos. El desarrollo económico es poco compatible con la vocación inicial de pobreza que dio lugar al éxito de la orden en el siglo XII. Por ello, la disminución de las vocaciones hace cada vez más difícil reclutar conversos. Los cistercienses recurren entonces de manera creciente a mano de obra asalariada, en contradicción con los preceptos originales de la orden.

Si bien la orden conserva en el siglo XIV un verdadero poder económico, se enfrenta a la crisis económica que comienza y que empeorará con la Guerra de los Cien Años. Muchas abadías se empobrecen. Aunque durante la Guerra de los Cien Años los monasterios cistercienses se benefician de su relativa autonomía, el conflicto daña a numerosos establecimientos. En particular, el reino de Francia es explotado por las compañías de mercenarios, muy presentes en Borgoña y en sus grandes ejes comerciales. En 1360, los hermanos de Cîteaux se ven obligados a refugiarse en Dijon. El monasterio es presa del pillaje en 1438. Golpeada por el desafecto y el hundimiento demográfico consecuencia de la guerra y de la Gran peste, la orden se enfrenta a la disminución de sus comunidades. En el siglo XVI, la abadía de Vauluisant sólo cuenta con trece monjes, y a finales de siglo solamente con diez.46

Por último, en el siglo XIII, con el desarrollo de las ciudades y de las universidades, los cistercienses, instalados principalmente en lugares remotos, pierden su influencia intelectual en favor de las órdenes mendicantes que predican en las ciudades y que proporcionan a las universidades sus más grandes maestros.47

El Gran Cisma de Occidente asesta un segundo golpe a la organización de la orden. Por una parte, la exacerbación de los particularismos nacionales perjudica la unidad; por otra parte, los dos papas compiten en generosidad para garantizarse el apoyo de los monasterios, lo que supone «un perjuicio considerable a la uniformidad de la observancia.»48 Las consecuencias del Cisma y en particular las guerras husitas son especialmente dolorosas para los monasterios situados en los confines orientales de Europa. Las abadías de Hungría, Grecia y Siria son destruidas durante las conquistas otomanas. La celebración de un Capítulo general plenario en estas condiciones se hace cada vez más difícil a causa de los conflictos armados pero, también, de las distancias que separan a las distintas comunidades. En 1560, sólo están presentes trece abades.49

Las transformaciones medievales y las crisis políticas y religiosas de los siglos XIV y XV obligan a la orden a adaptarse. El clero y el poder real franceses critican cada vez más violentamente sus privilegios. En el siglo XV nacen nuevas obediencias y se hacen esfuerzos para conservar la unidad original y restaurar el edificio cisterciense. Como consecuencia, los siglos XV y XVI constituyen un período de desarrollo de las congregaciones en el seno de la orden.

Con la multiplicación de las propiedades inmobiliarias, aparecen otras desviaciones a partir del siglo XV: abades ausentes o mundanos, e incluso un modo de vida señorial cada vez más marcado. La introducción del sistema de «encomienda», en la Edad Media tardía, por la cual el rey nombra a un abad laico cuyo primer cometido es, a menudo, obtener el máximo de beneficios financieros, no hace sino acentuar este estado de cosas. El papado de Aviñón decide cambiar el método de elección de los abades que, en adelante, no serán elegidos por su comunidad sino nombrados por los príncipes o el Soberano Pontífice. El reclutamiento se hace cada vez más entre prelados seculares, alejados de las preocupaciones monásticas pero preocupados por las rentas abaciales. Este sistema de encomienda resulta especialmente desastroso en tierras francesas e italianas, que a lo largo del siglo XVI asisten a un rápido deterioro de los edificios cistercienses. Un cierto laxismo se apodera de algunas abadías.

En las regiones orientales de occidente y de la península ibérica no se da la misma situación. En los edificios de Bohemia, Polonia, Baviera, España y Portugal se instaura un movimiento de reconstrucción de inspiración barroca.

No obstante, algunas voluntades de reforma aparecen en el reino de Francia. El Capítulo general de 1422 se pronuncia claramente sobre la cuestión: «Nuestra Orden, en las distintas partes del mundo donde se encuentra extendida, parece deformada y decaída en lo que afecta a la disciplina regular y a la vida monástica.»50 Se restaura el sistema de visitas. La urgencia de la reforma se revela pronto en toda la orden. En 1439 se promulga una «Rúbrica de definidores» para recordar las exigencias de la vida monástica, las distintas prohibiciones de indumentaria y alimentarias y la necesidad de denunciar las prácticas abusivas. Por esa misma época, la Santa Sede decide abolir la práctica de la encomienda.51

En ese contexto, un movimiento de reafirmación de la disciplina y las exigencias espirituales se desarrolla en los Países Bajos, en Bohemia y luego en Polonia, antes de conquistar toda Europa. Algunos monasterios se reúnen localmente, bajo el impulso de las comunidades o del poder pontificio, para formar congregaciones cada vez más autónomas respecto al Capítulo general. No obstante, aprovechando la reconquista de Borgoña por Luis XI, Jean de Cirey, abad de Cîteaux, recupera su papel de jefe de la orden, papel que había perdido desde el Gran Cisma.52 En 1494 reúne a los abades más influyentes en el colegio de los Bernardinos donde se promulgan los artículos reformadores llamados «de París». Aunque son bien acogidos, la reforma es sin embargo poco perceptible y se debe a menudo a iniciativas individuales efímeras.

El movimiento de reforma protestante conmociona profundamente la situación. Un gran movimiento de deserción afecta a las comunidades del norte de Europa y los príncipes ganados para la Reforma confiscan los bienes de la orden. Los monasterios ingleses, luego los escoceses y finalmente los irlandeses lo son entre 1536 y 1580. Más de 200 establecimientos desaparecen antes del final del siglo XVII. Con la deserción de Inglaterra y de numerosos estados germánicos pasados a la Reforma, la historia de la orden se halla circunscrita, a partir de ese momento y durante dos siglos, al reino de Francia.

  La orden en el momento de la Contrarreforma

Con el movimiento de reforma católico, la orden cisterciense se enfrenta a profundas modificaciones a nivel constitucional. La organización se hace provincial y se introducen algunas modificaciones en la administración central. Algunas congregaciones con vínculos tenues o inexistentes con la casa matriz y el Capítulo general florecen en toda Europa.

En Francia nace una reforma con un carácter original bajo el impulso del abad Jean de la Barrière (1544-1600). El antiguo comendador del monasterio de los Feuillants, en Alto Garona, funde las congregaciones de los «feuillants», aprobada por Sixto V desde de 1586. Establece en su comunidad una tradición de una particular austeridad, basada en una vuelta al primitivo ideal cisterciense. Encuentra imitadores en Italia y Luxemburgo. En estas condiciones, el Capítulo general se convierte en una institución caduca. No produce más que una reunión de 1699 a 1738. En definitiva, este estado de cosas beneficia al abad de Cîteaux, única autoridad que ofrece a los ojos del mundo una prueba de visibilidad, y a quien algunas fuentes describen a menudo como «abad general».53 En 1601, se impone un noviciado común para mantener una disciplina única y para paliar las dificultades de reclutamiento.

Retrato del abad Armand Jean le Bouthillier de Rancé, por Hyacinthe Rigaud. Museo Duplessis, Carpentras, Francia.

En el siglo XVII, la historia de la orden se ve perturbada por un conflicto que la historiografía recuerda bajo el nombre de «guerra de las observancias» y que se extiende desde 1618 hasta los primeros años del siglo XVIII, suscitando numerosas y ásperas polémicas en el seno de la familia cisterciense. Este conflicto concierne, al menos en apariencia, al respeto a las obligaciones regulares -en particular la abstinencia del consumo de carne-. Más allá de esta cuestión, lo que está en juego no es sino la aceptación o el rechazo del ascetismo. La controversia aumenta con los conflictos locales entre monasterios rivales. Al principio, siguiendo el ejemplo de Octave Arnolfini, abad de Châtillon, y de Étienne Maugier, Denis Largentier introduce en Claraval y en sus filiales una reforma de una gran austeridad entre 1615 y 1618. Luego, ante el Capítulo general de 1618, se presenta una propuesta de generalización que es adoptada.

Ésta es la partida de nacimiento de la Estricta Observancia. Gregorio XV apoya la iniciativa de los reformadores. Pero, tras le celebración de una asamblea, la congregación provoca el descontento del abad de Cîteaux, Pierre de Nivelle, que se empeña en denunciar «a una pretendida congregación que tiende a la división, a la separación y al cisma, [y] que no puede ser tolerada de ninguna manera.»54 En 1635, el cardenal Richelieu convoca un capítulo «nacional» en Cîteaux, a resultas del cual Pierre de Nivelle es obligado a abdicar. Las dos partes terminan por disponer de estructuras administrativas propias; pero, aunque la Estricta Observancia conserva el derecho de enviar a diez abades al Definitorio, permanece sujeta a Cîteaux y al Capítulo general.

Por su influencia, la experiencia de Armand Jean le Bouthillier de Rancé en el monasterio de la Trapa, sigue siendo emblemática de la exigencia de la estricta observancia y de las aspiraciones reformadoras. Su influencia, tanto en el seno de su monasterio como en el mundo, constituye un modelo de la vida monástica del «Gran Siglo».55

 Un siglo de declive

En la segunda mitad del siglo XVIII, se difunden críticas virulentas contra del monacato. En Francia, la orden se estremece profundamente en este final de siglo en que son raras las vocaciones y donde el entusiasmo por un monacato austero da paso a la adopción de una vida monástica mucho menos exigente y, en consecuencia, más expuesta a las críticas, aunque se detectan aún focos de fervor y fidelidad a los orígenes, e incluso algunas iniciativas. En 1782, por iniciativa de José II de Austria, nace una efímera congregación belga, antes de que los cistercienses sean expulsados de sus tierras al año siguiente.

En febrero de 1790, la Asamblea Nacional francesa vota la supresión de la orden por motivos de inutilidad.

Monjes y ejército Austríaco en Salem, 1804, por Johann Sebastian Dirr. Fotografía coloreada de un original desaparecido.

Tras la Revolución francesa no subsisten en Europa más que una docena de establecimientos cistercienses. La Estricta Observancia se refugia en Suiza, dentro de la cartuja de La Valsainte, después de haber sido expulsada de La Trappe, que no es restaurada hasta después de la derrota de Napoleón. Las abadías supervivientes de las guerras y expulsiones comienzan a reconstruir sus vínculos y a restaurar las congregaciones. La destrucción de la abadía de Císter ha privado a la orden de su jefe natural y la consolidación de los nacionalismos en Europa no facilita la búsqueda de una solución común.

Una primera reunión de abades cistercienses se celebra en Roma en 1869. En 1891, se elige a un abad general: Dom Wackarz, abad de Vissy Brod (Imperio Austrohúngaro). Más tarde llevará el título de Presidente general de la orden cisterciense.

En Francia, los trapenses se reúnen en 1892 bajo la denominación de «Cistercienses reformados de Notre-Dame de la Trappe». A partir de 1898, los capítulos generales se celebran en Cîteaux, recién recuperado. El abad general se instala en Roma.

La orden en los siglos XX y XXI


Fábrica de cerveza de la abadía de Saint-Rémy de Rochefort, donde los monjes producen cerveza trapense.

En 1902, los trapenses se convierten en la Orden Cistercienses Reformados de la Estricta Observancia. Durante el siglo XIX, los trapenses fundaron numerosos monasterios en Canadá, Estados Unidos, Australia, Siria, Jordania, Sudáfrica y China.

En el siglo XX, la orden se ha dispersado ampliamente fuera de Europa. El número de monasterios se ha duplicado en los últimos 60 años: de 82 monasterios en 1940 a 127 en 1970 y 169 en 2008. En los años cuarenta sólo había un monasterio de la orden en África, seis en Asia y el Pacífico y ninguno en América Latina. Hoy en día, hay diecisiete en África, trece en América Latina y veintitrés en Asia. La orden del cisterciense se ha implantado en los países en vías de desarrollo, particularmente en Brasil, Nigeria, Etiopía y Vietnam. A veces, en países inestables: en 1996, durante la guerra civil argelina, siete monjes del monasterio de Tibhirine, en Argelia, fueron secuestrados durante dos meses, antes de que los encontrasen muertos el 21 de mayo.

No obstante, la expansión de la orden es más espacial que cuantitativa: durante esos mismos 60 años, el número total de monjes y monjas de la orden se redujo un 15%. En este momento hay alrededor de 2.500 monjes trapenses y 1.800 monjas en todo el mundo. Esto hace una media de 25 miembros en cada comunidad, es decir, la mitad de los que había.

Junto a los cistercienses incorporados oficialmente a cualquiera de las dos ramas, son numerosas las comunidades de mujeres que viven en una esfera de influencia espiritual cisterciense, ya sea en una orden o en una congregación, como las bernardinas de Esquermes, las de Oudenaarde y las de Suiza romanda.

 

Actualidad

La nueva constitución define a la Orden Cisterciense en ciento nueve artículos, como una «unión de congregaciones» gobernadas por un Capítulo General bajo la presidencia de un Abad General. Sumados a todos los abades, los miembros del Capítulo General incluyen a delegados de cada casa o congregación, proporcionales al número de monjes. El Capítulo debe ser convocado cada cinco años, para legislar sobre la Orden en conjunto. El Abad General debe ser elegido por el Capítulo General por un término de diez años, aunque siempre sigue siendo reelegible. Debe residir en Roma, y está ayudado por un consejo de cuatro miembros, también elegido por el Capítulo. El histórico definitorium, que ha sido rebautizado como «Sínodo», debe incluir al Abad General, al Procurador General, a los presidentes de cada congregación y a otros cinco miembros elegidos por el Capítulo General. El Sínodo debe reunirse al menos año por otro y debe tratar los asuntos urgentes que se susciten entre las reuniones del Capítulo General.

La reglamentación de la vida monástica a nivel local reservada a las Congregaciones autónomas, cada una bajo un Abad Presidente y un «capítulo congregacional» que regulan temas tan importantes como el tiempo de duración del abadiato, la posición legal de los conversos, la reforma litúrgica y las observancias monásticas. La tarea primordial de cada Abad Presidente es la visita trienal a cada casa de su congregación. Su propia abadía es visitada por el Abad General.

El Capítulo General de 1974, reunido en Casamari, contó con la participación, por primera vez, de algunas abadesas cistercienses como observadoras.

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